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Vivir del cayuco

El descenso de cayucos ha vaciado los antiguos ‘cementerios’ donde antes se amontonaban

SUSANA HIDALGO


'El Real Madrid gana uno a cero!', grita Cámara, inmigrante malinés, mientras los miembros de Cruz Roja atienden en el Puerto de Los Abrigos (Tenerife) a 68 subsaharianos que acaban de llegar a tierra en un cayuco. Cámara no es uno más de los recién llegados, en sus ojos no hay salitre ni signos de cansancio. Lleva un gorro de lana hasta las cejas, un reloj enorme con el escudo del Real Madrid y se mueve con soltura dando saltitos entre la Guardia Civil y las botellas de suero que sujetan los turistas.

Es domingo por la tarde y a Cámara alguien le ha soplado cómo va su equipo de fútbol. 'Yo también llegué en cayuco, sé lo que es esto...', cuenta rápido, antes de correr a ayudar a uno de los inmigrantes, que se tambalea. Cámara colabora con la Guardia Civil, con la Policía y también ayuda a la Cruz Roja. Cobra un sueldo por hacer de traductor, por ser el primer contacto con los africanos que, angustiados, acaban de poner un pie en tierra firme. Les acompaña hasta comisaría y, si es necesario, luego al centro de internamiento para extranjeros de Hoya Fría.

Como él, un centenar de personas trabajan en el sur de Tenerife, en el Puerto de los Cristianos, en torno al tema de la inmigración. Es en este lugar donde arriban los cayucos cuando son detectados en el mar por Salvamento Marítimo, es decir, la mayoría. Son trabajadores y voluntarios de Cruz Roja, policías, guardias civiles, periodistas locales, efectivos de Salvamento Marítimo, trabajadores del puerto y, como Cámara, inmigrantes subsaharianos que un día también se lanzaron a cruzar el Atlántico. “No puedo hablar, es que todas mis vivencias las quiero recoger en un libro. Además, trabajo para la poli y no quiero problemas”, explica con tono teatral un joven de Guinea Conakry, con una gorra calada que casi le tapa los ojos.

La cadena de empresas con negocio a través de la inmigración en Canarias es larga: La empresa encargada de llevarse con palas los cayucos, la de la limpieza, la que suministra el combustible a las barcazas de Salvamento Marítimo...

Por ejemplo, en el entorno del Puerto de los Cristianos prácticamente han crecido hombres como José Marcelino González, Fefo, de 50 años y que ha adaptado su trabajo a “los nuevos tiempos”. Después de hacer “de todo” en el puerto, Fefo se encarga desde hace dos años de guiar a los cayucos en su entrada a Los Cristianos. También los amarra y los aleja de tierra hasta que son trasladados a la Planta Industrial de Residuos Sólidos (PIRS).

En la cafetería de la cofradía de pescadores de Los Cristianos, Fefo cuenta su historia: “Soy pescador desde los ocho años, estuve 14 años en África, luego en un barco enseñando a los turistas las ballenas y los delfines...”. Ese día no puede alejar de tierra el último cayuco que ha llegado al puerto, de color azul y blanco, y que está amarrado al lado de donde los turistas cogen el ferry a otras islas. El viento apenas deja trabajar, ni los pescadores tampoco pueden salir a faenar. Rafael Arsola es de los pocos que puede continuar con su trabajo. Su tarea la realiza en tierra. Lleva nueve años empleado en el puerto. Está contratado por una empresa de limpieza y se encarga, como bien enumera vestido con su mono azul, de “amarrar los cabos del cayuco, quitarle los motores, limpiarlo de ropa, sacar las bombonas de gasolina, achicar el agua...”.

“Siempre traen lo mismo”
El primer cayuco al que atendió Rafael, hace “por lo menos seis años”, era “un barco pequeño de pesca, con 25 ó 30 personas que llegaron bien”. Muchísimos cayucos después, Rafael ha llegado a la conclusión, por lo que han visto sus ojos, de que los inmigrantes “siempre traen lo mismo en las barcas”. “Fósforos, espaguetis, bujías....”, piensa y continúa: “Y el GPS... que siempre se lo queda la Guardia Civil”. “Hace poco llegó una chica y se llevó una patera de las más largas para rodar una película. La desinfecté y la partí para que la pudiese trasladar mejor”, sigue haciendo memoria Rafael. Más anécdotas: “La de la gallina”. “Una vez unos trajeron en un cayuco una gallina. Como era la época de la gripe aviar la Guardia Civil enseguida la mató y la quemó”. Él y Fefo también cuentan que una vez llegó un subsahariano con un “loro sin cabeza”.

El descenso en el número de cayucos que están llegando a las Islas Canarias respecto a otros años ha vaciado los antiguos cementerios donde antes se amontonaban las barcazas de colores. Aun así, en el puerto de Los Cristianos (al sur de Tenerife), se pueden ver algunos cayucos flotando de vez en cuando. En un solar de una vía de carretera cortada también suelen quedar restos de otras embarcaciones. De allí, en teoría, las embarcaciones tienen que ser llevadas a la Planta Industrial de Residuos Sólidos (PIRS).

Restos amontonados
De momento, en una vía vallada de la autopista TF2 las tripas de un cayuco blanco y azul celeste (procedente de Mauritania) contienen aún las pertenencias de los subsaharianos que un día ocuparon la barcaza. Hay jerseys, pantalones con los bolsillos abiertos, gorros, restos de paquetes de tabaco y tetrabrick de zumo de naranja. A 10 metros y a pleno sol, se puede ver un pequeño contenedor azul destinado a guardar la gasolina que utilizan las barcazas durante el cruce del Océano Atlántico. Entre la frialdad de la escena, destaca, en la arena del suelo, un amuleto africano de colores en forma de pequeño cinturón, quizás destinado para un niño. El amuleto, cuentan, preserva a quien lo lleva de morir ahogado en las aguas del Océano Atlántico.

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