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El infierno tamil

Sri Lanka. El Ejército restringe el acceso de las ONG a los centros y siembra el terror al buscar ex combatientes de los Tigres Tamiles

ELISA RECHE

De camino a Vavuniya la espesa vegetación se va transformando en una tierra más árida. Al ritmo que disminuye la densidad de palmeras, aumenta el empobrecimiento de los pueblos y el número de jóvenes soldados cingaleses que no hablan la lengua de la zona, el tamil. Con fusiles y barricadas se bastan.

Vavuniya es una fortaleza militar. En esta localidad en el norte de Sri Lanka se hacina el grueso de los centenares de miles de refugiados tras la victoria del Ejército ceilandés contra la guerrilla de los Tigres Tamiles hace dos semanas que puso fin a 26 años de una sangrienta guerra civil. Se ha convertido súbitamente en la segunda ciudad más populosa del país con estos 270.000 nuevos habitantes encerrados en los campos de refugiados. Entre ellos, el Gobierno de la antigua Ceilán busca a 3.000 ex combatientes de los tigres infiltrados.

A las afueras se encuentra el inmenso campo de desplazados de Menik Farm rodeado por una alambrada de espino . Acoge a 220.000 personas, el doble de su capacidad. Las familias se hacinan en las tiendas, pelean por los cinco litros de agua que les corresponden por persona y día y evitan la basura que se acumula. El resto, se agrupa en los colegios de la ciudad tamil. El 40% de la población desplazada son niños y adolescentes. Los cirujanos de Médicos Sin Fronteras no dan abasto con las operaciones en los sobrecargados hospitales.

'La ONU aceptó las condiciones de este campo a pesar de que desde el principio era consciente de que no se puede agrupar a tal número de personas en un lugar y menos aún sin acondicionar y que la prohibición de movimientos incumple la normativa internacional', explica un cooperante en Vavuniya que prefiere mantenerse en el anonimato.

Menik Farm es un campo de refugiados singular: es el mayor que se haya conocido; los internos tienen prohibido moverse de su lugar asignado; está bajo dirección militar, en lugar de civil como le corresponde y el acceso está limitado para las ONG y totalmente vetado a los medios de comunicación. Las agencias humanitarias sienten, al menos, cierto alivio al poder reanudar la distribución parcial de ayuda tras más de diez días sin prácticamente acceso de vehículos y personal a los campos según órdenes del Gobierno de la isla.

'La visita de Ban Ki-moon parece haber tenido efecto, pero todavía estamos negociando con las autoridades un acceso completo', explica David White, portavoz de Oxfam en Sri Lanka. Entre una población con insuficiente acceso a comida, medicinas, letrinas, agua y bajo un estado de shock tras muchos meses de asedio, la ayuda de las agencias humanitarias es fundamental.

Mientras que la reciente visita del secretario general de la ONU parece haber ablandado la intransigente postura del Gobierno ceilandés, el Consejo de Derechos Humanos de este mismo organismo ha fracasado a la hora de exigir una investigación sobre posibles crímenes de guerra cometidos por ambas partes en los últimos meses de la contienda. No importa que los civiles tamiles fueran usados por los Tigres de Liberación de la Patria Tamil (LTTE) como escudos humanos para forzar un cese al fuego ni que el Ejército los bombardeara con artillería en la llamada 'zona segura' sin más defensa que la selva. La vida de los civiles fue utilizada por ambas partes como moneda de cambio en el final de la guerra sin que la comunidad internacional hiciera nada por evitarlo ni se muestre dispuesta, al menos, a esclarecer lo ocurrido.

A falta de datos oficiales, el diario británico The Times generó el viernes una intensa polémica al afirmar que la cifra de civiles fallecidos durante la ofensiva final del último mes asciende a 20.000 personas, según documentos confidenciales de la ONU. El Gobierno ceilandés ha negado rotundamente las acusaciones, mientras que el coordinador general de la ONU para Asuntos Humanitarios, John Holmes, afirmó que estas cifras manejadas por el organismo nunca fueron verificadas y, por tanto, hechas públicas.

'Esto fue algo similar a lo ocurrido en Gaza o peor porque ni observadores ni periodistas tuvieron acceso a la zona de guerra', señala una fuente de la ONU desde el anonimato. El Ejército ha reconocido que 6.200 soldados y 22.000 guerrilleros murieron en los últimos tres años de la guerra civil más larga de Asia. La ONU afirma que entre 80.000 y 100.000 personas fallecieron en el conflicto.

Como colofón al dramático asedio final, los civiles aguardan ahora en la prisión más grande del mundo una vuelta a la normalidad que nadie sabe exactamente cuándo se producirá. Al principio el Ejecutivo de Colombo dijo que los refugiados tendrían que quedarse tres años en los campos, pero se vio obligado a rectificar ante la indignación de la comunidad internacional. 'El Gobierno está dispuesto a reubicar a 100.000 personas después de seis meses. Es lo más realista porque las tareas para quitar las minas y reconstruir el norte pueden llevar un tiempo', afirma Gordon Weiss, portavoz de la ONU en el país.

Sean seis meses o tres años, la vida en los campos no es nada fácil, sobre todo por el proceso de identificar los ex guerrilleros que se esconden entre la masa de civiles. 'Los interrogatorios pueden durar 24 horas seguidas y si se encuentra algún vínculo con el LTTE, la persona desaparece y nadie sabe adónde es conducida', explica un activista civil con acceso privilegiado al funcionamiento interno de estos centros. 'Los policías y paramilitares al cargo la identificación de tigres extorsionan a la gente al amenazarles con una acusación de terrorismo', continúa el activista tamil que prefiere mantenerse en el anonimato por miedo a represalias.

Si el Gobierno ceilandés acabó con la guerrilla tamil tras 26 años de conflicto con redoblados esfuerzos militares, sin importar las bajas civiles y reprimiendo cualquier tipo de disidencia entre los medios e intelectuales, la paz parece seguir una ruta parecida. Refugiados que son prisioneros, reconstrucción según criterios de seguridad, una bandera nacional que ondea en residencias y vehículos, quieran sus propietarios o no.

Durante la guerra el Ejército contaba con 200.000 hombres. Con la paz se incorporarán otros 100.000, prácticamente triplicando el tamaño de las Fuerzas Armadas españolas en un país con la mitad de habitantes y un tamaño menor que Andalucía. Una paz rara la que requiere más tropas que el propio combate.

Los 190 kilómetros que separan las ciudades costeras de Trincomali y Batticaloa en la Provincia del Este, una zona de mayoría tamil liberada por el Ejército hace dos años, se convierten en ocho penosas horas de viaje en autobús. Los pasajeros se bajan una y otra vez en controles militares donde se revisan una por una sus bolsas. Hay tramos en que los puestos militares se suceden cada diez minutos. Los viajeros no dan muestras de cansancio, acostumbrados a esta humillación cotidiana, y permanecen callados.

Trincomali es un crisol de la pequeña isla del Océano Índico donde conviven tres de las religiones del país, budismo, hinduismo e Islam, a falta del cristianismo de los burghers, los descendientes de los colonizadores portugueses antes de la llegada del imperio británico. Un crisol tenso. Una nueva estatua de Buda erigida en el centro de la ciudad está fuertemente vigilada por soldados y rodeada de alambradas. La extorsión y el asesinato extrajudicial están a la orden del día. Según la ONU, Sri Lanka es el país del mundo con mayor número de desapariciones.

Las banderas nacionales se exhiben en los comercios y monumentos de Batticaloa, a pesar de que la victoria sobre los Tigres allí no ha sido bien recibida por la mayoría tamil. Los soldados obligaron a los dueños de las tiendas a explotar fuegos artificiales y beber alcohol el día que se proclamó la victoria. 'Nos sentimos indefensos y asustados. Sólo queremos la paz y la igualdad de derechos', explica Krishna, un periodista local.

Batticaloa se vacía al atardecer y sólo los soldados y los perros habitan las calles. Muy a menudo algún grupo paramilitar o miembro del Ejército llama a la puerta de una casa por la noche, pregunta por uno de sus residentes, se lo lleva y no se vuelve a saber sobre su paradero. 'Muchas familias han perdido a un hijo. Paso mucho miedo por los míos y me gustaría que se fueran a estudiar al extranjero tan pronto como sea posible', cuenta Bahla, un campesino. 'Esto es como la América Latina de los setenta. Es casi peor que la guerra porque no sabes quién te puede matar', comenta una fuente humanitaria.

'¿La guerra ha terminado?', se pregunta irónico Sridaran Silvester, el responsable de la diócesis de Cáritas en la Provincia del Este, una región que permite anticipar lo que podría suceder en el norte. 'Todavía hay muchos problemas de asignación de tierras a los miembros de las diferentes comunidades sin resolver, todavía hay mucha violencia y todavía hay muchos problemas económicos para la minoría tamil porque son quienes pagan las restricciones de seguridad', continúa el párroco, quien trabaja quince años en la zona. 'Estos problemas vienen de muy largo y son muy profundos'.

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