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Kun, Forlán y la gloria

El argentino y el uruguayo fabrican el gol de la victoria a cinco minutos del final de la prórroga y que proclama al Atlético campeón de la Europa League

ÁNGEL LUIS MENÉNDEZ

Sin resuello, con la afición rojiblanca agarrada ya a De Gea en previsión de los penaltis inminentes, Kun y Forlán, las dos joyas letales, se juntaron para desempolvar una leyenda que siempre estuvo ahí. Medio siglo, 48 años después, el Atlético levantó la Liga Europa, su segundo título continental, tras ganar al Fulham en el último suspiro de la prórroga.

El argentino y el uruguayo atisbaron una pelota larga que llegaba desde la cueva. Rebuscaron un último soplo de aire en sus pulmones, apenas se cruzaron una mirada y supieron qué hacer exactamente. Agüero salió a recibir el balón y Forlán se escabulló hacia el área. El bravo Kun escondió el esférico como sólo él sabe hacerlo, burló a Baird y lo sirvió al uruguayo. Este metió la bota derecha, apenas rozó el cuero, y el Hamburgo Arena estalló en éxtasis colchonero.

Una final es un dolor. Un asedio a la gloria que no puedes dar por alcanzada hasta oír el bendito pitido final. Salvo casos contados, palizas únicas e históricas, ningún combatiente se da por vencido. Cuesta tanto llegar a la cita suprema que, una vez que comparece, nadie dimite así como así. Ni siquiera el Fulham, un equipo de fútbol antediluviano cuya presencia en Hamburgo sólo se comprende por su fe y por el miedo que, dicen, provoca en los rivales la ratonera que es su estadio.

El Fulham, un equipo feo y sin fútbol, aguantó más de lo previsto 

Los ingleses se declararon inferiores al Atlético desde siempre, pero eso no les impidió buscar su ocasión bajo cualquier brizna de hierba. Según el guión previsto, se replegaron sin complejos, dejaron hacer a los rojiblancos y esperaron con paciencia.

El conjunto de Quique tampoco ha prometido nunca florituras. Bastante que, cosido a una refundada seguridad defensiva y a la inspiración de sus atacantes, ha sido capaz de aspirar a dos títulos, algo impensable hace no demasiados meses. Nunca ha sido aconsejable cambiar de caballo cuando cruzas el río, así que el Atlético aplicó su modelo: orden, concentración, criterio y fogonazos esporádicos de sus puñales delanteros.

Tras sondear la pretendida orfandad balompédica del Fulham, y una vez comprobada la certeza del diagnóstico, compareció Agüero. El argentino sirvió una pelota de oro a Forlán -que la estrelló en el palo izquierdo- y luego dibujó tres chicanes de vértigo entre otros tantos defensas por el costado izquierdo del ataque español. La zaga británica se asustó, contagió el pánico al resto del equipo, y el Fulham reculó.

El Atlético intensificó el asedio, pero se enceló en fabricar centro aéreos, la gran y única especialidad británica. Hasta que apareció Reyes, el futbolista de perfil ideal para atravesar la doble muralla planteada sin complejos por el viejo Hodgson. El sevillano se presentó ante el público con una carrera de extremo puro, en la que dejó desmadejado sobre el césped a Duff antes de levantar la cabeza y ver a Simao al borde del área. Activada la conexión del cuarteto mágico, no hizo falta más. Agüero prendió la mecha y Forlán hizo explotar la red de Schwarzer y las gargantas rojiblancas.

al Atlético, y cuatro minutos después empató Davies 

Pero una final es eterna. E imprevisible. Y, sobre todo, no conoce la piedad. Cada error es una condena. Así que cuando la zaga atlética rememoró viejas y peliagudas pájaras, los limitados delanteros ingleses se cansaron de fallar pases y remates hasta que, en el más complicado, Davies empaló con la diestra la volea de su vida y empató. En apenas cinco minutos equilibraron de nuevo el partido y la final, cómo no, arrancó de nuevo.

La secuencia de los dos goles fue tan fugaz como inocua. A ninguno se le atragantó el golpe. Uno y otro se levantaron, se sacudieron el polvo y siguieron a lo suyo.

Sólo el argumento físico logró moldear el paisaje. Al menos durante el primer tramo del segundo tiempo, cuando el Atlético sufrió un escandaloso desfallecimiento que quedó en nada por la mediocridad del Fulham. Y, claro, por la excelencia de De Gea. El portero no es de los que olvidan. Le debía a Davies la parada que no pudo realizar en el empate, y le devolvió el acierto en una enorme estirada a tiro lejano y envenenado del galés.

Exhaustos, los 22 protagonistas parecían dejarse llevar a los penaltis

Quique decidió borrar las bandas, donde Reyes y Simao fueron intrascendentes -salvo en la jugada del gol-, y apostó por el control. Tiró de Jurado y Salvio, y la final giró de nuevo hacia el libreto previsto: dominio del Atlético y frontón del Fulham. Una película fea y sosa de la que salió reforzado, por razones obvias, el conjunto británico.

Empecinado en colgar balones hacia el único territorio donde el Fulham es superior, el cielo del área, el Atlético amenazó con desesperarse, justo lo que esperaba el aguerrido equipo inglés para buscar la hazaña. Fue entonces cuando emergió Jurado, el único que entendió el delicado equilibrio de una final. El centrocampista, sabedor de que el hilo que separa un trofeo del llanto es fino y tenso, propenso a quebrarse en cualquier momento, tejió con pausa y precisión cuanto pudo. Ralentizó el fútbol y dejó que el partido desembocase en la prórroga.

Exhaustos, los 22 protagonistas parecían dejarse llevar a los penaltis. A la suerte pura. Y entonces aparecieron Kun y Forlan para sacar brillo a la grandeza. Para siempre. 

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