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Los egipcios conquistan las calles a pesar de la represión

Una nueva jornada de protestas masivas contra el régimen acaba con 20 muertos y más de 800 heridos

ÓSCAR ABOU-KASSEM

La revuelta popular que ayer se vivió en las calles de El Cairo quedará para siempre en el recuerdo de todas las generaciones de egipcios que participaron en ella, independientemente del resultado que tenga contra el régimen de Hosni Mubarak. En una jornada de dramáticas escenas de enorme simbolismo, cientos de miles de egipcios conquistaron las calles para exigir el fin de un sistema político que ha consumido la paciencia y la esperanza de la mayoría de
sus clases sociales.

Antidisturbios y policías de paisano reprimieron con dureza a los manifestantes, y los choques se saldaron con al menos una veintena de muertos y más de un millar de heridos. Al caer la noche, la sede del Partido Nacional Democrático de Mubarak estaba en llamas.

Las medidas represoras decretadas en la noche del jueves -con el corte del acceso a internet y el envío de sms entre móviles- se intensificaron ayer con el cierre de todos los operadores de telefonía móvil. Pero el efecto fue el contrario al deseado por el régimen. Muchos de los que habían salido a la calle sólo para enterarse de lo que pasaba acabaron uniéndose a las marchas.

Otros, como Tarek Shalaby, ya habían quedado con sus amigos antes del apagón en las telecomunicaciones. 'Las clases más privilegiadas son las que más tienen que perder en esta revuelta', decía Shalaby. Él y sus siete amigos acudieron juntos al rezo del viernes a la mezquita de Mustafá Mahmud. Los miles de asistentes, que no fieles, que había en los alrededores aplaudieron cuando el imán criticó la actitud del Gobierno.

Al acabar el rezo, se iniciaron los gritos y el movimiento de la masa hacia el centro urbano. 'Sólo queremos libertad y dignidad. Los jóvenes son los que más sufren. Incluso si tienes un trabajo y algo de dinero, tienes que aguantar el maltrato constante por parte de la policía', decía Ahmed Mansud, de 32 años, cuya pancarta rezaba: 'Abajo con Mubarak y con las fuerzas de seguridad'.

Tras salir de la mezquita, nadie necesitaba consultar su móvil para saber cuál era el objetivo. La marea intentó durante toda la jornada acceder al centro de la ciudad, la plaza Tahrir, junto al museo egipcio.

La multitud veía frenado su avance por los cordones policiales y los gases lacrimógenos. Rola, una profesora de universidad, limpiaba las lágrimas del rostro de su madre, Fátima que, a sus 78 años y con un bastón, decía no tener miedo y estar segura de que todo iba a acabar bien.

Por cada mujer manifestándose, había 20 hombres. Ni rastro de Hermanos Musulmanes ni de ninguna de sus consignas islamistas.

Las cosas se empezaron a poner feas en el puente El Qasr sobre el río Nilo. A un lado, los policías y, al otro, los manifestantes que intentaban sin éxito cruzar al centro de la ciudad mientras gritaban: '¡El pueblo quiere que caiga el sistema!'. Los más valientes volvían con heridas y contusiones por todo el cuerpo. Sólo el rezo de las tres supuso una tregua sobre el puente.

La policía no practicaba detenciones masivas como en las jornadas anteriores, pero se empleaba a fondo en espantar a los manifestantes.

'Necesitamos una alternativa. Pregunta a cualquiera y te dirá que alguien como Amer Musa lo podría hacer bien', decía Tamer en el puente.

El nombre de Musa, secretario general de la Liga Árabe, resulta más popular que el de El Baradei [ex director de la Agencia Internacional de Energía Atómica y Nobel de la Paz 2005], al que muchos ven ahora como un advenedizo.

Animados por una voluntad inquebrantable, kilómetros y kilómetros de personas subían por la calle Charles de Gaulle hacia los puentes gritando '¡Libertad, libertad!'. Por el camino habían acabado con un par de retratos de Mubarak.

'Esta es la ayuda que manda EEUU a los egipcios', decía Mohamed El Kholy mientras sostenía un proyectil de gas lacrimógeno en el que se podía leer Made In USA. Muchos usaban otro producto estadounidense, Pepsi, para limpiarse y aliviar el picor de los gases.

'Hasta hoy, creía que yo me iba a morir antes que Mubarak', decía Mohamed, de 28 años, que al igual que su hermano Ahmed no daba crédito a lo que veía. En la plaza Giza, la policía se había rendido. Los agentes no sabían nada de sus jefes y no tenían ninguna orden. La multitud aprovechó el caos para destruir los vehículos que en los últimos días se habían convertido en centros de detención móviles. Todos daban por hecho que la caída de Mubarak estaba muy cerca.

Las reglas del juego cambiaron cuando el presidente dio órdenes inquietantes: un toque de queda nacional a partir de las seis de la tarde y la movilización del ejército para acabar con la revuelta. Pero los tanques que salieron al centro de El Cairo fueron rodeados y neutralizados por la multitud.

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