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No hay motivo para el triunfalismo

La muerte de Bin Laden no significa que se haya ganado la guerra a Al Qaeda, ni justifica la vergüenza de Guantánamo

La muerte de Bin Laden es una gran noticia. Para Occidente en general, para Estados Unidos e Israel en particular, incluso para un mundo árabe inmerso en una revolución popular que hace gala de desligarse de las consignas de Al Qaeda y de buscar un camino propio de libertad, lejos de todo fanatismo. Pero, sobre todo, es la mejor de las noticias posibles para Barack Obama, con su reelección en grave peligro y en su punto más bajo de popularidad, aunque eso se lo deba sobre todo a su política económica y social.

Sus éxitos en la guerra contra el terror eran tan escasos como los de Bush, su denostado predecesor, y es lógico que disfrute de su momento de gloria y presuma de que se ha cumplido con precisión quirúrgica la orden prioritaria que dio hace más de dos años al director de la CIA, Leon Panetta: capturar a Bin Laden vivo o muerto. Sin embargo, haría muy bien en ser prudente y evitar todo triunfalismo, porque lo peor puede estar por llegar.

Es probable que la ilusión de que se ha dado un golpe mortal al terrorismo islamista dure tan sólo lo que cualquiera de las franquicias de Al Qaeda, como las de Yemen o el Magreb, tarde en montar una espectacular represalia suicida para vengar el 'asesinato' de su profeta, que si vivo se había convertido ya más en un símbolo que en un líder operativo, muerto adquiere la peligrosa condición de mártir.

Hace muchos años que la red de Bin Laden no tiene una estructura jerárquica en la que las grandes decisiones se toman de arriba abajo y nadie se mueve sin que lo ordene un mítico jefe que se oculta en una lejana guarida de Asia Central. Al Qaeda ha experimentado una metástasis que conserva una elemental coherencia ideológica (golpear al gran Satán judeoamericano y a sus cómplices allá donde sea posible), pero con grupos regionales o locales que actúan con una gran independencia de acción y con conexiones laxas entre ellos, cuando existen. Tal vez el mejor ejemplo de cómo actúa esta Al Qaeda difusa y global fueran los atentados del 11-M en España.

Obama debería también evitar sacar mucho pecho porque el mismo desarrollo de la operación muestra hasta qué punto, y bajo su mandato, se ha seguido extendiendo hacia Pakistán el conflicto de Bush abrió en Afganistán. Bin Laden ni siquiera ha sido liquidado en la zona tribal fronteriza entre los dos países que se considera su santuario, sino en una ciudad paquistaní cercana a Islamabad. Además, el ataque se ha perpetrado sin comunicación ni consulta previa al presidente Zardari (que, a posteriori, ha hecho de tripas corazón), tal vez por temor a unos servicios secretos que tienen una agenda propia que a veces coincide más con los intereses talibanes que con los de su propio Gobierno.

Obama prometió que no dudaría en perseguir a los terroristas más allá de las fronteras afganas, y así lo ha hecho, sobre todo con bombardeos selectivos de aviones no pilotados que, junto a supuestos terroristas, se han llevado por delante a centenares de civiles inocentes. Las relaciones con Pakistán han entrado por ello en crisis, y esta operación podría agudizarla. La extensión del conflicto a una potencia nuclear en continua tensión bélica con India compromete a Estados Unidos, para quien la estabilidad de ese país es clave, y amenaza con dificultar el inicio de la retirada de Afganistán, previsto para el próximo verano. Que Bin Laden esté vivo o muerto no altera sustancialmente las coordenadas de este embrollo.

El éxito del ataque de Abotabad tampoco debería hacer olvidar a Obama que, en su guerra contra el terror, no ha cumplido su promesa de romper radicalmente con los métodos de Bush, impropios de un país que presume de encarnar y exportar a todo el mundo los valores de la libertad y la democracia. Aunque la tortura sistemática de los sospechosos de terrorismo haya desaparecido oficialmente (ése fue otro encargo a Panetta), es lícito preguntarse si no persiste, aunque con un lavado de cara que pasa por la redefinición del término. El paradigma sigue siendo Guantánamo, el limbo jurídico y extraterritorial que Obama prometió cerrar antes de un año y que, sólo en parte por la oposición republicana, sigue abierto. Los últimos papeles de Wikileaks han mostrado en toda su crudeza, aunque sin apenas referencias a malos tratos, la persistencia de esta vergüenza inadmisible. Incluso son mayoría los casos de reclusos inocentes o no peligrosos, adolescentes y ancianos entre ellos, que cualquier tribunal civil absolvería por falta de pruebas. La última aberración ha sido la restauración de los tribunales militares, que el propio Obama clausuró apenas tomó posesión.

Lo peor de todo es que la opinión pública norteamericana no pasa factura por ello a su presidente, acusado si acaso de débil por ese magma difuso que se suele llamar opinión pública y que gira claramente hacia la derecha, una dirección que (corregida hacia el centro) Obama está tentado de seguir, como si pensase que ésa será la única forma de ganar la reelección.

Aún está por ver, por fin, el efecto que la muerte de Bin Laden tiene sobre los movimientos revolucionarios en el mundo árabe. El atentado de Marraquech, cuya atribución apresurada a terroristas islamistas habría que tomar con cautela, ha sido como un preámbulo de lo que puede estar por llegar. El optimismo no está justificado. Si queda en Al Qaeda algo parecido a una dirección política, y si sus dirigentes tienen capacidad para propagar su mensaje en el magma de grupos dispersos, lo más probable es que intenten alterar el rumbo de unas revueltas que, de momento, parecen dejarles de lado. También es probable que, incluso sin instrucciones de arriba, asuman esta batalla de la yihad algunos de los grupos autónomos. La hora de la venganza por su mártir parece el momento más adecuado para ello.

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