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Economistas y crisis

DEAN BAKER*

* Codirector del Center for Economic and Policy Research

Dos prominentes investigadores médicos revisaron cientos de miles de archivos sobre mortalidad infantil en los ocho últimos siglos. Descubrieron que, en la mayor parte de ese periodo de 800 años, sólo cerca de la mitad de los recién nacidos sobrevivieron para llegar a la adultez. Los investigadores concluyeron que no deberíamos esperar que nuestros hijos alcancen la edad adulta.

Cualquiera que lea el anterior párrafo quedará sorprendido por lo absurdo de esta clase de extrapolación. En casi todos los lugares del mundo, entre los siglos XIII y XIX, la gente carecía de los avances en el cuidado de la salud que hoy damos por garantizados. Carecían de infraestructuras modernas como los servicios de alcantarillado y agua potable; sus dietas eran con frecuencia inadecuadas y no disfrutaban de los beneficios de la medicina moderna como los antibióticos. Las enormes diferencias en esas y otras áreas hacen absurdo proyectar resultados en materia de salud de siglos anteriores a la situación presente.

Mientras el absurdo de la extrapolación en el terreno sanitario resulta evidente a simple vista, quienes forman parte de los círculos que diseñan las políticas piensan, por alguna razón, que es perfectamente razonable aplicar ese tipo de extrapolaciones cuando se refieren a los resultados económicos. Dos prominentes economistas, Ken Rogoff y Carmen Reinhart, realizaron un examen exhaustivo de las crisis financieras de los últimos ocho siglos. Descubrieron que los efectos de esas crisis han tendido a ser duraderos, de modo que las economías han tardado, por lo general, una década o más para volver a sus niveles normales de producción.

Se trata de un ejercicio histórico interesante y útil. Pero ¿por qué hay que pensar que esta historia pasada ha de condenar a las economías a sufrir consecuencias prolongadas, mientras que nadie se cree que la historia pasada en materia sanitaria condena a nuestros hijos a una muerte prematura? Así como hemos logrado grandes avances en sanidad pública y medicina, tenemos razones para creer que hemos hecho también grandes avances en economía.

El avance más obvio han sido los escritos de Keynes en los años treinta, en los que explicó cómo una economía podría soportar un vuelco prolongado como la Gran Depresión. También explicó cómo el Gobierno podría proveer el empuje necesario para que la economía volviera a sus niveles normales de empleo y producción. Hay, por supuesto, muchos trabajos posteriores a Keynes que desarrollan sus elementos básicos y que establecen que no existen motivos para que las economías se vean forzadas de nuevo a aguantar largos periodos de alto desempleo, del mismo modo que no existe ningún motivo para esperar para nuestros hijos tasas de mortalidad del siglo XVI.

Sin embargo, desde los medios de comunicación y los círculos que diseñan las políticas insisten en decirnos que estamos predestinados, que debemos aceptar que pasará cerca de una década hasta que volvamos a niveles normales de desempleo. Entretanto, decenas de millones de personas de todo el mundo estarán condenadas al desempleo o al subempleo por el lío que han montado los muchachos responsables de manejar la economía.

Vale la pena preguntar qué nos dice esta visión acerca de la economía y los economistas. Con respecto a la primera, la visión de la economía adquiere un aura casi mística. Los pecados que condujeron a la crisis financiera nos dejan sin recursos: sólo nos queda aceptar que no podemos hacer nada. (La gente que dice esto nunca está entre los desempleados).

Quienes proponen esa teoría de la predestinación suelen señalar el enorme tamaño de la deuda que se generó durante el boom y que llevó al estallido. Y por supuesto que existe enorme deudadeuda, en especial entre los propietarios de viviendas, pero esto significa también que hay una enorme riqueza correspondiente a esa deuda. La deuda de una persona es el bien de otra. El papel de la economía consiste en concebir fórmulas para garantizar que aquellos que poseen el dinero lo gasten, o que la riqueza fluya de aquellos que la tienen y no la gastan a aquellos que la gastarían pero no la tienen.

Esto podría ser difícil, especialmente debido a los políticos. Pero ¿qué lo hace imposible? En principio, existe un número infinito de vías para incrementar el gasto (por ejemplo, estímulos del Gobierno, políticas monetarias expansivas, devaluación de la divisa). Cada una de esas rutas tiene sus defectos, pero ¿puede alguien descartar la posibilidad de que alguna de esas políticas funcione?

Esto lleva al segundo punto, el de los economistas, un grupo de profesionales que no son baratos. A menudo ganan salarios de seis cifras. Sus paquetes de ingresos pueden ser modelos de estructuras de beneficios hinchados. Muchos de los economistas del Fondo Monetario Internacional que han estado transmitiendo a los griegos la necesidad de elevar su edad de jubilación a casi los 70 años tendrán la opción de retirarse con pensiones de seis dígitos en los primeros años de sude su cincuentena.

Si los economistas pudieran exhibir grandes logros conseguidos por la economía mundial, estarían tal vez justificados los generosos pagos y beneficios que reciben. Pero si se limitan a decirnos que no tienen nada que hacer, ¿por qué no ahorrarnos ese dinero? Después de todo, ¿estaríamos pagando a los médicos de modo tan generoso si su respuesta a cada problema consistiera en aplicar sanguijuelas para hacer sangrar al paciente?

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