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Test de Rorschach para vascos

DAVID TORRES

Ocho apellidos vascos es una película que, aparte de arrasar en taquilla, ha tenido la virtud de exasperar por igual a la derechona rancia y al entorno abertzale más radical. Sólo por eso ya merece aplausos. Para los primeros, la película frivoliza descaradamente con el dolor de las víctimas de ETA y para los segundos se trata de un despropósito españolista trufado de tópicos y con visos de zarzuela. Vista desde ese prisma político, la película funciona como un test de Rorschach donde cada cual va al cine para revelar sus filias y sus fobias.

Ya decía el poeta Álvaro Muñoz Robledano que el test de Rorschach es un arma de doble filo. Por ejemplo, se coge a Millán Astray, se le enseñan diez dibujos de cabras legionarias y, en cuanto las identifica, se le etiqueta de maníaco obsesivo.

En realidad, Ocho apellidos vascos es una comedia amable, inofensiva y alocada que juega con mayor o menor fortuna con los estereotipos culturales de vascos y andaluces, un experimento etnográfico concebido por los guionistas de Vaya Semanita (quienes llevan años burlándose en la televisión vasca de todo el espectro político: la derecha, la izquierda, los nacionalistas y el centro) y que tiene como polo magnético a Karra Elejalde, un enorme actor que borda el papel de ogro paterno entre la pesca del atún, la iconografía tribal y el rosario de los lugares comunes. Por supuesto, como en cualquier comedia, abundan las simplificaciones y las hipérboles pero es necesario padecer un lastre de dioptrías para descubrir dragones etarras y zarzuelas ibéricas donde sólo hay cachondeo.

Me temo que en la recepción de la película confluyen dos problemas, uno nacional y otro universal. Ante todo, la histórica falta de sentido del humor de un pueblo que, en sus mejores momentos, inventó la novela y dio al mundo el Lazarillo y el Quijote. Luego, el cuestionamiento de si es lícito bromear ante temas tan graves como el de la opresión nacionalista y la violencia etarra. La pregunta se responde sola: no sólo es lícito sino necesario. El humor constituye a menudo la última trinchera, la última línea de defensa contra el horror de la historia. Ningún proyectil llegó más lejos en su crítica al fascismo que El gran dictador, donde Chaplin demostró no sólo que Hitler era un payaso vociferante sino que además le había plagiado el bigote.

Lo más triste (o lo más gracioso, ya puestos) de Ocho apellidos vascos es que la película apenas toca de refilón el problema de la violencia etarra. Hubiese sido necesaria una operación quirúrgica mucho más profunda para sajar el miedo, el resentimiento y la mala sangre que, como demuestran ciertas reacciones intempestivas, inundan todavía ciertos sectores de la sociedad vasca. En Italia, por ejemplo, en la deliciosa Bienvenidos al sur (adaptación más que honrosa de la descacharrante comedia francesa Bienvenidos al norte) el punto de fricción cómico lo daba la angustia de un funcionario de correos trasladado de golpe a un pueblecito cercano a Nápoles que él supone un enclave de la Camorra. A lo mejor me equivoco, pero sospecho que a ningún crítico italiano se le ocurrió sugerir que la película banalizaba el terrible sufrimiento de las víctimas ni el problema estatal del crimen organizado.

El fracaso de Uno, dos, tres (esa comedia hilarante al ritmo de la Danza del sable donde Billy Wilder se cachondea a partes iguales del comunismo y del capitalismo) se explica, entre otras cosas, porque su estreno coincidió con la erección del Muro de Berlín. Parecía como si Wilder, un austriaco emigrado al paraíso de Hollywood, se estuviera burlando de la angustia de tantos alemanes atrapados en el lado erróneo de la ciudad. En cuanto a los que suponen que el humor debe guardar luto, que todavía es muy pronto para esbozar una sonrisa, habrá que recordarles que una de las comedias más geniales del cine, To be or not to be, de Ernest Lubitsch, no sólo se filmó y se estrenó en el peor momento de la guerra europea sino que encima tenía como telón de fondo la reciente invasión nazi de Polonia. Alguien llegó a escribirle a Wilder una carta en que le decía, literalmente, que esperaba que en su próxima película hiciera una comedia sobre el cáncer de pulmón. Efectivamente, ése es el valor supremo de la comedia: si no podemos reírnos del cáncer de pulmón, de ETA, del comunismo y del fascismo, apaga y vámonos. Si hacemos una raya en cualquier sitio, entonces mejor tacharlo todo y quedarnos mustios y sombríos, rumiando pergaminos como el monje ciego de El nombre de la rosa.

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