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Nostalgia de Gabo

En la calurosa Barranquilla, donde Gabo vivió y donde nací y crecí, conocí su literatura, apenas entrado a la pubertad, en el suplemento dominical del diario El Espectador. Aupado por su amigo, el poeta y novelista Álvaro Mutis, recientemente fallecido también, Gabo se presentó y gano en 1961, el Premio ESSO de Novela Colombiana por la novela La mala hora, libro que me regalaron.

El libro, del que no podía dimensionar su grandeza y mucho menos el futuro que le esperaba, fue sin embargo para mí una revelación. Primero porque alguien podía atrapar al lector de una manera profunda y emocionante diciendo cosas, creando personajes, narrando de una manera que no nos era ajena a quienes también nos habíamos sentado a escuchar los cuentos de los abuelos. En segundo lugar porque hacia creíble los asuntos más inverosímiles, como lo demostraría posteriormente en ese maravilloso pasaje de Cien años de soledad en que Remedios la Bella asciende al cielo, en medio de las sabanas tendidas en el patio, aun hoy sin que nadie lo dude. Y finalmente porque en esa agitada década del 60, en la que nos asomábamos —orientados por los ecos de la Revolución Cubana— a la política y a una comprensión distinta de la historia de la que nos habían contado, Gabo mezclaba política y ficción.

De allí en adelante seguí con interés, rayano en la devoción, todas sus publicaciones que eran relativamente comunes entre algunos de los contertulios de mi casa.

Ya ingresado a la vida política activa, y en medio de la rigurosidad, fruto de la ignorancia y el sectarismo de la izquierda, tuve importantes discusiones con mis compañeros de militancia porque no solo leía a Trotsky y a Lenin, a Marx ya Engels y el famoso Así se templó el acero, sino que seguía la literatura latinoamericana y en particular a Gabo. Algunos compañeros criticaban el gusto 'pequeño burgués' por 'esa literatura', cuando la revolución demandaba todo nuestro tiempo y energía porque estaba a la vuelta de la esquina. Afortunadamente pude ganar ese debate en mi célula y, sin dejar la militancia, continúe mi vida cercana al cine, la música y la literatura.

Cien años de soledad, su novela más conocida, fue la historia de ficción que elevó a su más alta expresión la noción de narrador, de creador de ficción, al mismo tiempo que resituó de una vez y para siempre una parte de la historia colombiana. La de la masacre de las bananeras, ocurrida en Ciénaga, y por extensión la narrativa de la eufemísticamente llamada en Colombia 'la violencia'.

Mucha agua correría después bajo el puente, el boom de la literatura latinoamericana, las veleidades de la fama y el poder, esa desmesura de los dictadores latinoamericanos narrada en el Otoño del Patriarca, su pelea con Vargas Llosa y muchos otros escritores, entre otras razones por el 'Caso Padilla'.

Conozco la noticia de su muerte, en Machu Pichu, donde sólo las montañas a más de 3.000 metros sobre el nivel del mar impidieron que los invasores españoles, con la espada en una mano y la cruz en la otra destruyeran esa alucinante demostración de técnica y sensibilidad de los incas, para construir iglesias y conventos como lo hicieran en toda america. Recuerdo las múltiples críticas a Gabo, políticas sobre todo y digo como uno de sus personajes que 'la nostalgia son los recuerdos vistos con los ojos del corazón'. Ya siento nostalgia de Gabo y me quedo con sus recuerdos solidarios con Cuba y Venezuela. Me quedo con el amigo de Fidel, me quedo con ese inmenso narrador, con ese virtuoso del lenguaje, con ese latinoamericano ejemplar que se presentó vestido de liqui-liqui y no de esmoquin, reivindicando su carácter caribe, en una fría noche en Estocolmo. El que dijo al recibir el Nobel de Literatura:

'Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.

Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: 'Me niego a admitir el fin del hombre'. No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra'.

*Antonio Madariaga es el presidente de Viva la ciudadanía (Colombia)

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