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14 días y muchas noches

Los golpes que la violencia de género da sobre nuestras conciencias, esa repetición de los 700 homicidios de mujeres que se han producido en los últimos diez años, más que despertarnos de la pesadilla de la desigualdad parece que nos dejan aún más groguis. Las noticias que cada cinco días de media iluminan las pantallas para volver a decir que una mujer ha sido asesinada por su pareja o expareja, parece que apagan las miradas y que, de ese modo, todo permanece envuelto por la sombra de una normalidad acostumbrada a guardar silencio ante los gritos y el llanto de las mujeres que sufren esta violencia. De lo contrario no podría parecer que nada ocurre entre homicidio y homicidio, que todo está bien hasta que se produce un nuevo asesinato, y que las voces sobre violencia de género que más se oyen en ese 'mientras tanto' criminal hablen de 'denuncias falsas' y de críticas que niegan esta violencia.

Da la sensación de que las medidas, iniciativas y políticas para su erradicación han causado el hartazgo en una parte de la sociedad. Hoy muchos hombres, también algunas mujeres, se quejan de la Ley Integral contra la violencia de género y la presentan como la causa de todos los males en la familia y en las parejas. Hoy, la Iglesia, a través del Arzobispado de Granada, pide sumisión a las mujeres en el matrimonio y que los hombres 'den la vida por ellas'. Hoy, el sistema educativo ha quitado una asignatura como Educación para la Ciudadanía, que hablaba de igualdad como prevención de la violencia de género, y ha puesto más horas de 'sumisión religiosa'. Hoy, se busca limitar la autonomía y libertad de las mujeres a la hora de decidir sobre su propio cuerpo, y dejarlas como una especie de 'electrodoméstico ecológico' entre lo natural y lo social.

Y hoy, no por casualidad, hay hombres que continúan matando a las mujeres con quienes han compartido una relación de pareja, y todavía hay más hombres que recurren a los argumentos de la tradición para obligarlas a ponerse el corsé de 'esposas, madres y amas de casa'. Podrán salir con él a trabajar o a dar un paseo, pero no podrán quitárselo, y es cada uno de esos hombres el que tira de los hilos para apretarle esos estereotipos al cuerpo de su identidad con más o menos fuerza.

Si no hay un cambio social, nada cambiará en la sociedad. Las conductas y actitudes que se levantan sobre las referencias culturales no pueden ser arrastradas de la calle sólo con los manguerazos de las leyes. Sus raíces son muy profundas y sus frutos no siempre son visibles para la ley. La ley es un instrumento que contribuye al cambio, en ocasiones hasta puede ser un motor de cambio por su efecto pedagógico, pero no podrá transformar una cultura por sí sola.

El ejemplo lo tenemos en lo ocurrido durante estos últimos años. Las macroencuestas de 2006 y 2011, elaboradas por el Ministerio de Igualdad y el CIS, muestran la realidad de la violencia de género en nuestra sociedad más allá de las noticias y las denuncias. Y la realidad sociológica de esta violencia  nos indica que, en 2006, las mujeres que habían sufrido violencia en algún momento de su vida eran 400.000, mientras que, en 2011, las mujeres maltratadas fueron 600.000. Su número se ha incrementado un 50% en cinco años.

Podría parecer paradójico, hasta contradictorio, que cuanto más medidas se han puesto en marcha, que conforme los medios de comunicación han abordado más y mejor su realidad, y en un momento en el que la concienciación es más alta el resultado sea 'más violencia'. Y podría parece contradictorio, pero no lo es.

Todo lo contrario, es muy coherente con una cultura que ha estado utilizando el control social, la buena reputación, el 'qué dirán' y la sensación de culpabilidad para mantener a las mujeres atadas a su identidad y a sus roles tradicionales. Cuando se ha visto que esos instrumentos coercitivos no logran mantenerlas en 'su sitio', muchos hombres han decidido dar un paso más y recurrir a la violencia para lograrlo. Las mujeres se niegan a mantenerse sumisas en los roles tradicionales y muchos hombres intentan obligarlas a través de la violencia. Ese es el problema.

No es un accidente, es la consecuencia de la voluntad de una cultura androcéntrica que ha minimizado y escondido la violencia de género, y que no duda en recurrir a ella cuando la situación intenta ser modificada.

Este hecho muestra otra realidad. La gran transformación social está siendo protagonizada por las mujeres, son ellas las que un día se revelaron contra la igualdad traicionada, allá por el siglo XVIII, y las que han mantenido la llama de la reivindicación encendida, incluso a costa de sus propias vidas. Muchos hombres, por el contrario, aún esperan a que nada cambie, aunque cada vez hay más hombres que creen y luchan por la igualdad.

Sin esa transformación social, sin la igualdad real, no podremos acabar con la violencia de género. Las leyes conseguirán abordar algunas de sus manifestaciones, pero la ley debe entenderse como una continuidad de lo que la sociedad defiende, no como un salto.

En 1999, Naciones Unidas declaró el 25 de noviembre Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres. En toda la historia de la humanidad, una historia repleta de esa violencia, sólo ha habido 14 días para concienciarnos de la importancia de erradicar la violencia que sufren las mujeres y la necesidad de alcanzar la igualdad para conseguirlo. Han sido sólo 14 días de luz en la historia oscura de la violencia. La conciencia golpeada por la realidad debe despertar para alumbrar un futuro de paz e igualdad, y ello exige la decisión y la voluntad de encender la luz del compromiso y romper la penumbra de la espera.

*Miguel Lorente es el exdelegado del Gobierno para la Violencia de Género

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