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Andalucismo y pueblo andaluz: confluencias y desencuentros

Conviene distinguir el andalucismo sociológico del político. Podríamos definir el primero como el acusado sentimiento popular de pertenencia a una comunidad culturalmente diferenciada, para la que se reclama autogobierno. El andalucismo político, por su parte, ha de identificarse con el movimiento que, fundado en aquel sentimiento, quiso construirlo, intensificarlo y conducirlo.

El andalucismo de las clases populares y el de los intelectuales y políticos andalucistas, conectados por múltiples vínculos, no han ido siempre de la mano. El andalucismo político, círculo minoritario, quiso inspirar y dirigir el también exiguo sentimiento nacional andaluz, suministrándole un marco historiográfico e incluso un proyecto moderno de pueblo soberano. De hecho, este ideal andaluz ha llegado a proporcionar el marco de valores en el que se ha desenvuelto aquella sensación de pertenencia a la comunidad andaluza. Hasta tal punto ha resultado determinante, que hoy se encuentra referido en el Preámbulo del nuevo Estatuto, cuando invoca la «robusta y sólida identidad» de la región y se refiere a su «personalidad» construida «sobre valores universales».

La identidad nacional está siendo un elemento catalizador en otras comunidades. En Andalucía, no

Esta inclusión en la Carta autonómica actual no debe conducirnos a creer que la explicación andalucista de Andalucía resulta general y firmemente compartida. Si así fuese, andalucismo político y sentimiento vivo de pertenencia al pueblo andaluz habrían por fin convergido, desde el 4 de diciembre de 1977, para no volver a disociarse hasta el día de hoy. La impresión para algunos de los que no vivimos aquellos gloriosos episodios de rebelión y fervor autonomista es que, por el contrario, el ideal andalucista de Andalucía se encuentra muy desdibujado, e igual de declinante se halla el sentir colectivo de pertenencia a una comunidad.

El interrogante para los andaluces que nos criamos en democracia no puede ser otro que éste: ¿qué fue de aquel espíritu rebelde y masivo del 28-F? Se responderá que la despolitización experimentada por la sociedad española corroyó aquella vitalidad, pero ni siquiera hoy, que vivimos momentos de intensa repolitización, parece que el factor andalucista constituya un elemento catalizador decisivo, cuando la identidad nacional sí lo está siendo en otras comunidades españolas. Acaso en la historia puedan encontrarse algunas claves para despejar la incógnita.

Los primeros intentos de presentar Andalucía como comunidad política diferenciada, con derecho y capacidad de autogobierno, surgen en las décadas de los 1850 y 1860,  como reacción ante el manifiesto centralismo del Estado administrativo isabelino. Estas primeras propuestas se integraban en las corrientes críticas republicanas, federalistas y demócratas, cuyo efímero momento de gloria llegó con el Sexenio.

De entonces data una primera Historia general de Andalucía, de Joaquín Guichot, y también en esas fechas se fundaron periódicos como La Federación Andaluza, el Estado Andaluz o La Andalucía, encargados de difundir entre los sectores cultos y progresistas las reivindicaciones federalistas. No obstante, un proyecto constitucional de este corte para la región no llegaría hasta los años grises de la Restauración. Se acordó en la ciudad de Antequera, en 1883.

En aplicación del pactismo de Pi i Margall, en él se concebía Andalucía como Federación soberana, formada por el acuerdo libre de municipios y cantones autónomos y abierta a la confederación con otros pueblos de España. No se sostenía, pues, una concepción orgánica de la nación andaluza, colocada como ente histórico-natural por encima de sus miembros, sino una noción de soberanía cuya raíz descansaba en la «Autonomía humana».

Blas de Infante definía el andalucismo como 'nacionalismo universalista' y, en tal sentido, 'antinacionalista'

Con esta primera, importante Constitución, el andalucismo consagró sus principios ideológicos. República, pactismo, derechos ilegislables, igualdad y democracia formaban su núcleo. También, en parte, el propio socialismo, por eso se establecieron en ella, con gesto revolucionario, la responsabilidad civil objetiva de los patronos por los accidentes de trabajo y «el derecho de huelga pacífica y la práctica de la resistencia solidaria» por parte de «los obreros». Su programa de futuro, consistente en «preparar el advenimiento definitivo» de «la igualdad social», también era de naturaleza socialista, pretendiendo sintonizar con la creciente agitación popular.

Los postulados fijados en Antequera sirvieron de guía al movimiento andalucista en las primeras décadas del siglo XX. En abierta repulsa al persistente «Estado centralista» y «oligárquico», del que el andalucismo se declaraba «separatista», continuaría concibiéndose la región como soberana, formada por el contrato entre sus componentes, e inseparable de un proyecto confederal para España. A juicio de José Acosta, es esta «simbiosis» entre el nacionalismo que reclama autonomía y la visión confederal del Estado lo que iba a dar la nota de «especificidad del nacionalismo andaluz».

Pero tenía otra: tener como punto fijo de referencia para sus expectativas las reivindicaciones nacionalistas catalanas. Por eso, en el llamado «Manifiesto de la Nacionalidad», de 1919, «interpretando las aspiraciones de los andaluces conscientes», se pedía al Gobierno que, «al reformar la Constitución española en sentido autonómico, no se prive de este Derecho a la Región Andaluza, a la cual deberá otorgársele una soberanía igual en la intensidad a la solicitada por la Mancomunidad catalana».

Tal reforma del Estado en sentido autonómico llegó con la proclamación de la República. El cambio de régimen animó al movimiento andalucista a lograr sus objetivos. En un primer momento, lo intentó sumándose a las posiciones que exigían un Estado federal. Es ahí donde andalucismo popular y político llegaron a su punto máximo de confluencia durante el periodo republicano. Constatada tras las elecciones constituyentes la falta de respaldo obrerista a sus candidatos, recomenzaría, sin embargo, la divergencia. Se abrió entonces un segundo momento, con la fórmula constitucional del Estado «integral» ya sancionada, en el que el andalucismo participó críticamente en la vía institucional del Estatuto, mientras los sectores populares que también deseaban «liberar» Andalucía, escasamente identificados con el Estado y sus reformas lentas y abstractas, continuaron con la vista puesta en la revolución social.

Sólo subsiste el elemento más externo de la identidad andaluza: la reacción frente al agravio del hecho diferencial catalán

El ideario andalucista experimentó en aquel contexto una precisión decisiva. De 1931 data la definición de Blas Infante del andalucismo como «nacionalismo universalista», y, en tal sentido, «antinacionalista». Por eso el andalucista no podría concebirse como «separatista de España»; antes al contrario, lo definía su liberalismo político y su vocación de servir a «la grandeza y fortaleza de la patria única», según se expresaba en el Proyecto de Estatuto de Gobierno Autónomo de Andalucía de ese mismo año.

En el preámbulo de este documento se reconocía que el «espíritu colectivo», «fundamento y esencia de la personalidad regional», más que constituir una presencia impelente, se hallaba aletargado por el centralismo disecador. Por eso se necesitaba con urgencia la autonomía, que daría acceso a la «dirección espiritual» capaz de restaurarle su energía vital. Pero el pueblo trabajador andaluz por entonces ya se había levantado.

Clausurada por la Constitución la tentativa federal, la autonomía era ya el objetivo. En las Bases para el Proyecto de Estatuto andaluz, de febrero de 1932, se volvía a insistir en cuál era uno de los principales estímulos para su conquista: la «evidencia» de que Cataluña se iba a constituir en régimen autonómico determinaba «para Andalucía la necesidad de establecer una organización semejante».

Qué tipo de organización autonómica quería adoptarse distaba de ser asunto pacífico. Destaca Juan A. Lacomba cómo entre 1932 y 1933 se diferenciaron dos posiciones, un «autonomismo radical», impulsado por andalucistas, y un «autonomismo moderado», preconizado por los partidos estatales. Ni siquiera estaba clara la delimitación territorial de la región. Círculos influyentes de Huelva abogaban por la vinculación directa de la provincia al poder central, o por su unión a Extremadura, en beneficio de determinados intereses económicos. Por su parte, las provincias de Jaén, Almería y Granada, rechazando lo que interpretaban como sustitución del centralismo madrileño por el sevillano, abogaban por una región administrativa de Andalucía Oriental.

Estos desencuentros se escenificaron en la Asamblea de Córdoba de 1933. El acuerdo que sostuvo el Proyecto de Bases para el Estatuto allí resuelto distó, pues, de ser unánime, aunque en sus parágrafos quedaron reflejados de modo incontestable principios como la autonomía municipal, y el propósito de alcanzar el tope competencial previsto por la Constitución y por el Estatuto catalán. Los derechos, y las propias atribuciones al poder regional, estaban ya determinadas por la norma fundamental.

El 28-F hubo una coincidencia considerable entre el andalucismo de las clases populares y el ideal de una Andalucía libre y solidaria

La victoria derechista paralizó el proceso de construcción autonómica. La abolición de las incipientes reformas republicanas llevó a la parte más contestataria de las capas populares a buscar salidas fuera de las instituciones. El andalucismo encarnado por Infante, defraudado por la falta de apoyos a la causa y por el rumbo político del país, sucumbió a la desesperanza. Aunque coincidían en la decepción y en la desconfianza hacia el Estado y los partidos, unos dieron pasos revolucionarios mientras otros experimentaron un repliegue elitista.

La cuestión no es que la autonomía andaluza resultase secundaria vistos los problemas socioeconómicos que acuciaban la región. Estos males y los planes para su superación no eran un fenómeno externo a la autonomía política del pueblo andaluz, sino el núcleo mismo del andalucismo popular, que el político, responsablemente adherido a la vía institucional planteada por la República, no pudo catalizar.

No volverían a recobrar vida y a coincidir ambos hasta el último tramo de la dictadura. De todos es conocida esa historia más actual. Lo decisivo para la distinción aquí propuesta es recalcar que la movilización ciudadana identificó entonces con nitidez la causa de la autonomía con la aspiración igualitaria de la democracia social. Se produjo entonces una coincidencia considerable entre el andalucismo de las clases populares y el ideal andalucista de una Andalucía «libre y solidaria».

Numerosos factores la han deshecho. Forjado contra el centralismo absorbente del Estado, el andalucismo político había de perder parte de su razón de ser en un régimen descentralizado. Reacio al reconocimiento de la soberanía originaria del pueblo andaluz e identificado con valores políticos universales, su posición específica había de ser rápidamente integrada y sus reivindicaciones apropiadas con fortuna por partidos progresistas de escala estatal. El problema de la distribución de la tierra y de los frutos del trabajo, clave del andalucismo popular, y punto de engarce entre éste y el político, abandonó aparentemente su centralidad. Sólo subsiste entonces el elemento más externo de la identidad andaluza: la reacción frente al agravio del hecho diferencial catalán.

¿Basta con su componente reactivo para refundar el andalucismo? Algunos actúan como si así fuera. Mas, viviendo un proceso de recentralización estatal, recrudecimiento de la desigualdad y devaluación del trabajo, ¿no renacen las condiciones que permitirían recobrar la ilusión colectiva por una comunidad distinguida por la justicia social? También hay personas afanadas en ello. Y es que si el rasgo peculiar que abraza los andalucismos es su rechazo al privilegio, combatirlo es requisito para su resurrección.

* SEBASTIÁN MARTÍN
Profesor de Historia del Derecho

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