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Anomalía

Olga lleva una eternidad en el agua. Aunque es una nadadora consumada cada poco rato me levanto de la toalla y colocando la mano a modo de visera compruebo que continúa ahí

JON BILBAO

Olga lleva una eternidad en el agua. Aunque es una nadadora consumada cada poco rato me levanto de la toalla y colocando la mano a modo de visera compruebo que continúa ahí.

Al pasar sobre una barrera de escollos, las olas detienen su avance enroscándose violentamente sobre sí mismas. Más allá el océano es de un añil intenso. Olga nada en la zona de calma entre la rompiente y la orilla, donde láminas de espuma glasean la superficie. Me hace señas para que vaya con ella. Yo saludo agitando la mano, como si creyera que ella hace lo mismo, y vuelvo a tumbarme.

Sólo se oye el ruido del océano. Lo oigo frente a mí y también a mi espalda, rebotado contra el acantilado en cuya base se acomoda la pequeña playa de guijarros. Si cierro los ojos me asalta la impresión de estar entre dos masas de agua que pugnan por encontrarse, amenazando con tragarme, como el mar Rojo al ejército del faraón. No hay nubes. No hay viento. Estamos solos.

Flexiono las piernas, amodorrado por el calor. Tomo un trago de la cantimplora. Me enjuago la boca. Ahora Olga forma una bocina con las manos y grita mi nombre. Se tambalea en equilibrio sobre una roca sumergida. La parte inferior de su bikini, del color de un limón maduro, refleja el sol como un espejo.

Decido hacerle caso y unirme a ella.

Doy un par de pasos hacia la orilla y es entonces cuando oigo algo. O creo oírlo. Una especie de susurro, breve y agudo. Un silbido. Ni siquiera eso. Es más bien una sensación. Una sensación similar a la que experimentas cuando algo te hace dar media vuelta en la calle y descubres a alguien aproximándose a ti por la espalda con la intención más o menos legítima de sorprenderte.

Y a continuación esta vez sin duda un sonido. Un sonido como el de una nuez al quebrarse.

Ha sonado detrás de mí. Me vuelvo, pero en un primer instante no alcanzo a ver nada raro. Todo continúa como antes. La playa desierta, el acantilado, nuestras cosas y el estruendo duplicado de las olas.

Una inspección detenida revela algo más.

En el centro de mi toalla descansa una pequeña roca.

Posee aproximadamente la forma y las dimensiones de un huevo de gallina. Pero es negra y porosa como el carbón, con pequeñas verrugas en su superficie. No se parece a las rocas que hay por los alrededores. Ha debido de caer desde algún sitio y lo ha hecho con fuerza suficiente como para formar un pequeño cráter, del tamaño del bol que empleo para los cereales del desayuno. ¿Desde lo alto del acantilado? No. Está demasiado lejos y aun así una roca tan pequeña no habría abierto un cráter como ése.

La idea se perfila con timidez.

Me giro en busca de Olga, pero ella ha vuelto a zambullirse y bracea de espaldas. No ha podido ver nada.

La roca ha caído del cielo.

Desprende un débil olor a azufre, que junto con una voluta de humo se diluye rápidamente en el aire.

Y está en el lugar que yo ocupaba hace unos segundos. Aproximadamente en el punto donde se encontraba mi corazón.

De haber continuado tumbado ahora estaría muerto, o malherido, en el mejor de los casos. Parece pesada; densa y pesada, aunque no siento deseo alguno de comprobarlo.

Vuelvo a mirar a mi alrededor. Necesito un testigo.

La roca el fragmento de un planeta primitivo, destruido hace millones de años por fuerzas inconcebibles en términos humanos ha realizado un viaje de millones de kilómetros a través del espacio para finalmente ser atrapada por la gravedad terrestre, atravesar la atmósfera, desmenuzarse por la fricción contra la misma hasta alcanzar sus dimensiones actuales, y acabar estrellándose en el punto exacto donde yo me encontraba hace un instante. ¿Cuáles son las probabilidades de que algo así suceda?

¿Y si hubiera soplado una brisa que aplacase el calor y la necesidad de refrescarme? ¿Y si Olga no me hubiera llamado tan insistentemente?

Pero no tiene sentido pensar en probabilidades. Porque el meteorito está AHÍ.

Miro al cielo a la espera de encontrar algún rastro de su descenso, una anomalía, una estela como la dejada por los reactores a su paso.

Sólo encuentro la voz de Olga, que vuelve a llamarme desde el agua.

Retrocedo alejándome de la roca, deseoso de contarle a Olga lo sucedido.

Pero cuando llego a la orilla apenas a unos pasos de distancia ya he cambiado de idea. ¿Cómo podría ella creer algo así? ¿Cómo podría cualquiera? Si se lo dijera, ella me miraría con una sonrisa burlona y a continuación, ante mi insistencia para que fuera a ver la roca con sus propios ojos, terminaría dándome la razón a fin de hacerme callar y cambiaría de tema, invitándome a nadar hasta la rompiente.

'¿Qué pasa?', pregunta al notar mi aturdimiento.

'Demasiado sol'.

Ella ríe. 'Vamos', dice y se zambulle.

La sigo. El agua está fría, su contacto es reconfortante. Me siento mejor al cabo de pocas brazadas.

Nadamos hasta la barrera de escollos. El agua está saturada de pequeñas burbujas y braceamos con fuerza para mantenernos a flote. Vemos las olas abalanzarse sobre nosotros y, una y otra vez, romper a escasa distancia sin conseguir alcanzarnos. Un auténtico derroche de energía del que sólo nos llega una fina lluvia de espuma y que nos hace sentir invulnerables. Gritamos de pura euforia, pero el estruendo de la rompiente oculta nuestras voces. Vemos siluetas de peces en el interior de las olas y los destellos que produce el sol en sus escamas.

Al cabo de un rato regresamos a zonas más tranquilas. Nadamos un poco más, hasta que Olga me indica que va a salir. Yo asiento y la sigo sin prisa. Me entretengo flotando de espaldas. Tengo la impresión de que el sonido del océano retumba dentro de mí.

Veo a Olga salir del agua, inclinar la cabeza a un lado y escurrirse el pelo. Al acercarse a la toalla se detiene. Contempla la pequeña roca negra que descansa sobre ella. Se agacha para cogerla. La estudia con curiosidad. Se la acerca a la cara. La huele. Mira alrededor, comparándola con los guijarros del suelo. Piensa que es algo curioso que he encontrado y dejado allí. La sopesa en la palma de la mano.

Cuando me oye acercarme se vuelve con una sonrisa de oreja a oreja, sosteniendo la roca entre el índice y el pulgar.

'¿Es para mí?', pregunta.

¿Y cómo podría negárselo?

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