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Asunta, una muerte de clase media

Los crímenes son hijos de su época. Después de décadas de apuñalamientos carniceros y envenenamientos con matarratas, el crimen de los marqueses de Urquijo, en 1980, fue un símbolo de cómo la Transición ponía al descubierto que también en los palacios había mugre y trapos sucios, y lo dejaba todo prácticamente como estaba. El exhibicionismo emocional y la pasión por la telerrealidad que caracterizan a la sociedad actual se han ido curtiendo en casos como los de las niñas de Alcàsser, Rocío Wanninkhof o Marta del Castillo. Ahora, la muerte de Asunta confirma que el horror, como la crisis, ha llegado a la clase media.

Quizá sea el pudor de la burguesía ilustrada, o el sentido de la intimidad de los gallegos, pero en el entierro de la pequeña compostelana no hubo multitudes aplaudiendo (aplaudiéndose en realidad a sí mismas, orgullosas de su protagonismo solidario). Ni se produjeron manifestaciones ciudadanas exigiendo justicia (cuando en realidad lo que reclaman es venganza). O familiares arremetiendo unos contra otros, desaguando la bilis acumulada en cenas de nochebuena y banquetes varios. Sí ha habido algún energúmeno insultando a los detenidos mientras grababa la escena con el móvil (lo que no deja de ser un salto en la escala evolutiva: mejor un móvil que una antorcha o una pica). Las clases medias no hacen pintadas exigiendo penas de muerte, y sus hijos no se arremolinan ante las cámaras para contar cosas de su compañera de clase. Y los imputados tienen sus propios abogados y no se dejan aconsejar legalmente por los que les sugieren los programas de la tele.

La middle class de una ciudad pequeña se intercambia impresiones y propala rumores -'dicen que'-, entre frases de conmiseración y lugares comunes -'mira tú'-, que luego los medios se dedican a repetir con la misma machaconería. Que si era adoptada (como si no fuese evidente). Que lo bien que se había adaptado (con un escaso año de edad que tenía al llegar, se habría adaptado aunque fuese originaria de Alfa Centauro). Que si era china, algo que en lo que ella seguramente tardó años en reparar ('Habla: acento gallego', describía la ficha policial que rellenaron en comisaría cuando denunciaron su desaparición).

Como la realidad no colabora, han tenido que ser los medios los que den color. No ya esos programas de televisión matutinos que convierten una mesa de centro en una de disección y que son capaces de sacar morbo hasta de la fluctuación del tipo de interés lombardo. Hablo de los medios serios, o antes considerados como serios. De la conversión de periodistas en (re)porteras, que sustentan sus informaciones en considerandos como 'muchos en Santiago creen que...' (...que Elvis está vivo, pero no por ello cabe incluirlo en un texto noticioso) y que hoy dirigen las sospechas a oriente con la misma soltura que ayer las encauzaban a occidente. Hasta el punto de que el juez instructor, José Antonio Vázquez Taín, que no se caracteriza precisamente por su discreción -participa en tertulias radiofónicas y, mientras instruía el sumario del robo del Códice Calixtino, escribió y publicó una novela sobre sexo, sotanas y robo del Códice Calixtino- ridiculizó en un congreso de policías las pasmosas propiedades de la atribución de fuentes con un chiste de dudoso gusto que la concurrencia rio largamente: los periodistas podían asegurar que la víctima tenía la capacidad de volar, siempre que citasen 'fuentes cercanas a la investigación'.

A algunos eso les parece periodismo de investigación. O que para competir, hoy en día, las informaciones necesitan una actualización permanente, pasen o no cosas, e incluso puntos de giro, como las teleseries, para mantener la atención del espectador. Y que la función del periodista es alimentar la caldera, que para eso nos pagan, no para andar con remilgos, que ya habrá tiempo para hacer loas a la dignidad profesional en el banquete del día del patrón. Otros consideramos que tendría que haber consejos de informativos que salvaguardasen a aquellos periodistas que, como Bartleby el escribiente de Melville, prefiriesen no hacerlo. Y una ley de garantías de la información que estableciese los derechos de los profesionales y de los ciudadanos. Porque la autorregulación está teniendo en la ética periodística el mismo efecto que los deseos de las misses en la consecución de la paz en el mundo. Y posiblemente con la misma sinceridad.

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