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Cabo Finisterre, el atardecer en el fin del mundo

En la Costa da Morte existe un observatorio privilegiado desde el que asomarse a la salvaje y vibrante naturaleza

POR CARMEN V. VALIÑA

Cuenta el historiador clásico Lucio Floro que cuando Décimo Junio Bruto, en el 137 aC, llegó al promontorio de cabo Finisterre, no quiso irse sin contemplar cómo el sol se sumergía en el mar como un hierro candente. Desdibujados los detalles y quizás la exactitud de la anécdota por el paso del tiempo, sigue vigente la fascinación que este punto de la Costa da Morte, en las Rías Altas gallegas, sigue ejerciendo sobre quien se acerca a él.

Se dice que en días claros, desde el cabo se puede llegar a ver la frontera portuguesa. Y, aunque no se vea, se siente más próxima la tierra de promisión que fue América, ya que el cabo es uno de los puntos más occidentales de Europa. Finisterre ha sido desde antiguo un lugar para la leyenda y la ensoñación. Ha alimentado los miedos de quienes creían que cada noche se cernía sobre él un abismo que lo engullía todo; y la tradición de que en él existió un templo, el Ara Solis, que los fenicios construyeron, los romanos adoraron y el mismísimo apóstol Santiago destruyó. Hay quien asegura, incluso, que el cáliz del escudo de Galicia representa en realidad la imagen del sol declinando sobre este punto de la costa gallega.

A más de cien metros de altura sobre el nivel del mar, el faro de Finisterre ofrece una amplia panorámica en la se pueden que descubrir la ría de Corcubión y la costa de Carnota, así como el conjunto granítico de los montes de O Pindo. El nombre de Costa da Morte no ha sido impuesto a este litoral por pura retórica: las vidas que los naufragios y accidentes marítimos se han cobrado (y se siguen cobrando, en un tributo sin fin) le hacen justicia. Desde el siglo XIX, la luz del faro de Finisterre ha vigilado esta zona y servido de guía a quienes se acercaban por mar a ella.

Algunos lo harían para desembarcar y conocer Finisterre, con sus irregulares callejones en el casco histórico y su puerto pesquero. Quienes quieran seguir sus pasos pueden aproximarse a esta localidad y visitar la capilla de A Nosa Señora do Bo Suceso, de estilo barroco, o Santa María das Areas, templo románico que atesora la imagen gótica del Cristo da Barba Dourada, que cuenta con un gran número de fieles. Junto al cabo, otra parada es la ermita de San Guillermo, en torno a la que se celebra una romería y que lleva aparejada, además, un curioso ritual: las parejas estériles que quieren tener descendencia acuden a una cama de piedra que está situada allí.

Los atardeceres en la Costa da Morte son también los de Cabo Vilán, con el primer faro de España que funcionó con luz eléctrica; los de Barizo, en donde César Portela soñó una proa de barco introduciéndose en el mar en el faro de Punta Nariga; o en O Roncudo, que recuerda con cruces blancas, como en una oración muda, a los percebeiros que aquí han perdido la vida.

Pero los crepúsculos son, por excelencia, los de Fisnisterre, celoso guardián de leyendas, de la esencia de una tierra forjada en lucha implacable contra el mar. Hay que ver morir el sol para redescubrir, como Décimo Junio Bruto, que pocas cosas hay tan impresionantes como el abismo del fin del mundo.

 

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