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La cultura tradicional sigue viva en Bali

Conocida desde hace décadas como un destino turístico de primer orden, la cultura popular de Bali resiste el contacto con el mundo exterior.

ÁNGEL M. BERMEJO

Para los balineses, la isla en la que viven es un lugar mágico que hay que conservar mediante los ritos correspondientes. Ello ha dado lugar a una cultura exuberante, vibrante y colorista, elementos que, como cualquiera se puede imaginar, son la mejor garantía para su supervivencia.

También es el gran señuelo que fascina al visitante en cuanto pone los pies en esta pequeña parte de Indonesia.

Hay, desde luego, dos Balis y la diferencia es bastante evidente. Por un lado, los enclaves turísticos, pequeños mundos que parecen cerrarse al exterior y por los que circula una versión descafeinada del otro Bali, el de la calle, que se abre a cualquiera que le dedica el tiempo y las ganas necesarias. El Bali de un pueblo que arrastra todos los problemas de los países en vías de desarrollo y que al mismo tiempo se considera que vive en un lugar privilegiado.

Para observar el gran espectáculo de la vida balinesa no hay que dirigirse a los enclaves turísticos de las playas del Sur, sino encaminarse a las montañas. Allá arriba, en las aldeas de los valles, en los arrozales tallados con mano maestra en las laderas de las colinas, en las orillas de los lagos que surgen en los cráteres de los volcanes, siguen vivas las viejas tradiciones.

El centro de operaciones de aquellos interesados en el Bali real es Ubud, la capital cultural de la isla. Con sólo alejarse unos centenares de metros de las dos calles principales -un rosario ininterrumpido de tiendas, restaurantes y agencias de viaje para los turistas- surge de pronto la imagen del Bali de siempre. Pequeños muros abiertos con puertas semejantes a las de los templos rodean los patios donde se levantan las distintas dependencias familiares. En Ubud y en las aldeas de los alrededores viven centenares de pintores, músicos, bailarines, tejedores, talladores y fabricantes de marionetas y máscaras. Es asombrosa la cantidad de gente empeñada en crear cosas bellas. Aquí se entiende, de repente, por qué no existe la palabra artista en balinés. Se supone que todos son artistas.

Todos los días ocurren cosas en Ubud o en los alrededores, celebraciones y festivales en los templos, rituales extraordinarios que se desarrollan como si fueran la cosa más normal del mundo. Además, están los espectáculos de danza que se pueden contemplar en el Puri Saren, en el palacio de Ubud: la gracia del legong, la habilidad del baris, el escalofrío del barong, acompañados de los sonidos líquidos de la orquesta de gamelan, o presenciar los combates interminables de las marionetas del wayang, el mágico teatro de sombras.

Y visitar a los artistas en sus talleres. Y cruzarse con ceremonias que pueden resultar espeluznantes como el limado de dientes o una fastuosa cremación, el rito donde se funden todos los símbolos de la vida ceremonial balinesa.

Caminando por los caminos laterales se observa a los balineses en las escenas de cada día: la muchacha con su bandeja de ofrendas, las señoras que siguen sin cubrirse el pecho, el campesino que cuida el arrozal, lo mismo con una azada como con un banderín que expulsa a los malos espíritus.



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