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Entre la foto y el teatro

La actriz norteamericana lleva tres décadas fotografiando pequeños instantes pasajeros, de los que el próximo septiembre expondrá una amplia selección en el Centro Niemeyer de Avilés

PEIO H. RIAÑO

No es ella. No es esa niña, aunque ella también se tapa la cara cuando juega a esconderse, a quitarse la máscara de actriz detrás de una cámara de fotos. Es así: una actriz de fama mundial que se oculta para desaparecer mientras mira a los demás, harta de ser ella el centro de atención, harta de que le miren. Jessica Lange huye del ruido de la fama cuando agarra su Leica M6 que le regaló su marido, el actor y dramaturgo Sam Sephard hace muchos, muchos años. La misma cámara con la que ha trabajado su intimidad desde hace más de tres décadas. Fotografiar para almacenar, para recoger, para no olvidar, para saber que ha vivido lento en un mundo de prisas: la fotografía es la cara más sincera de una mujer con mil caras.

Con la fotografía no necesita a nadie más: sólo ella y la realidad, el encuentro sin intermediarios, sin cámaras y acción. Jessica Lange, la persona, reconoce ser una amante de la soledad y de la sencillez. Dice que con la foto logra encontrarse con ambas cosas, tal y como le ocurre cuando se sube a un escenario. Tal y como recuerda de sus inicios en Nueva York, con la compañía de teatro independiente con la que viajó a París a aprender expresión corporal, a finales de los años sesenta. Mucho antes de que Dino de Laurentiis la contratase para que King Kong se enamorara de ella en 1976, Lange obtuvo una beca para estudiar en la facultad de Bellas Artes de Minne-sota, a los 18 años de edad.

Allí entró en contacto por primera vez con la fotografía, gracias a su profesor, Paco Grande, con quien se casó a los 20 años de edad y con quien huye a vivir la vida loca en España hasta que les duró el amor. Aunque fue poco tiempo, fue suficiente para que ella no soltara nunca más la cámara de fotos, pasara por donde pasara, ocurriera lo que le ocurriese.

Desde entonces comparte con el teatro y la fotografía, la atención por las escenas dramáticas, el silencio y el uso emocional de la luz. Ella compone sus escenas, no es dirigida, ni manipulada. No está a las órdenes más que de la casualidad.

Ella y el acontecimiento y sus personajes, nada más, nadie más. Lange atiende a su alrededor, a lo insignificante, a los cachitos de realidad que traman una vida en un fogonazo. 'Cada una de mis imágenes es la respuesta a una sensación imprevisible. Trato de concebirlas como hacía Stieglitz', cuenta la actriz y fotógrafa a Público desde su casa de Minnesota, un mes antes de que aterrice en España, con una exposición de 78 fotos producidas por diChromA Photography para el Centro Niemeyer de Avilés.

No extraña que Lange mencione a Stieglitz, quizás el maestro del que aprendió a mirar el mundo. El norteamericano buscaba en la fotografía un ejercicio del alma, desde la inspiración de su temperamento y desde el rescate del detalle. Lange también camina hacia lo más íntimo, hacia una concentrada espontaneidad.

'Lo que más me llama la atención de su trabajo es la despreocupación por la estética y la importancia de la subjetividad. Y su sencillez. Sus fotos no tienen ninguna pretensión artística, ha trabajado toda su vida para ella misma. Nunca imaginó que llegaría a los circuitos de la escena internacional', cuenta Anne Morin, comisaria de la exposición titulada Unseen (Oculto), que se podrá visitar desde el próximo 9 de septiembre en el Niemeyer.

Tres décadas después de estar al frente de las cámaras decidió, un buen día hace cinco años, mostrarle sus fotos a Donata Wenders (mujer del famoso director de cine Wim Wenders) y esta le animó a pasarlas a gran tamaño y enseñarlas a todo el mundo. Desde entonces, habla con igual precisión de la actuación que de las fotos: 'La subjetividad supera a la estética, aunque sea inconscientemente. Esa dimensión no se puede eludir nunca. Lo que capta mi imaginación es la emoción, lo que retrato nunca es el intelecto. No son más que sensaciones furtivas'.

Parece complicado ver a la protagonista de El cartero siempre llama dos veces (1981) escondida entre el público, retratando instantes tan íntimos como los que observa en las imágenes que colecciona desde hace años, de dos de los grandes fotógrafos: Josef Koudelka y Henri Cartier-Bresson. Pero lo consigue. 'A veces me reconocen, creo que sí. No sé, porque recuerdo que para hacer la serie de los bailarines de la plaza del Zócalo de México me quedé allí durante horas, hasta que finalmente dejaron de verme. Hasta que me volví parte del escenario. Aunque de repente volvían a verme y venían a darme la mano, pero no sé si fue porque me reconocieron o simplemente porque descubrían en mi mirada la fascinación que les tengo, mi interés por ellos, mi simpatía hacia ellos', reconoce a este periódico.

De nuevo el teatro, esta vez por su inter-acción con los personajes. 'La relación con el otro es muy importante. Es muy importante para mí tener sinto-nía con la persona que fotografío. La proximidad que hay con las personas que fotografío es algo similar a lo que ocurre sobre un escenario: el gesto, el movimiento, la manera de ocupar el espacio', explica. Pero también algo que no es capaz de definir con claridad: la dimensión dramática. Habla de la importancia de la luz, de las emociones que conduce, de la narración. 'Trabajo como actriz desde hace 35 años, no puedo desvincular mi profesión de mi creación'.

Con dos premios Oscar, por Tootsie (1982) y Las cosas que nunca mueren (1994), insiste en el contrapunto de la fotografía con el cine. 'Es una expe-riencia privada y solitaria. Es como escribir o pintar, algo que uno puede hacer por su cuenta. Actuar es una forma de arte en la que dependes. Por eso lo que más me atrae es la soledad y el anonimato. La fotografía me gusta porque la realizo completamente sola, y la necesito porque es un momento de introspección para mí'. Por resumirlo de alguna manera un tanto cursi: la fotografía ha estado siempre cerca de su corazón, pero lejos de su público.

Recuerda que empezó con aquella Leica M6 a tirar fotos entre rodaje y rodaje, mientras paseaba con su cámara entre los paisajes y ciudades en los que le tocaba trabajar durante su larga trayectoria profesional. 'Finalmente, se convirtió en una colección de momentos, que no tenían, ni la tienen, más pretensión que la de enseñar lo que he visto'.

Para Anne Morin el trabajo de Lange se divide en dos lenguajes, 'dos retóricas visuales completamente distintas, casi opuestas'. Por un lado, sus viajes por todo el mundo: Finlandia, Rusia, Italia, Francia, etc. Por otro lado, su predilección por México. 'Las imágenes que toma allí son completamente distintas en cuanto a su implicación, su comunicación con los demás, algo decisivo. Incluso ella se proyecta en los escenarios que retrata', explica Morin, para diferenciar los dos recorridos que estarán señalados en la muestra, Things I See y On Scene - Unseen, Mexican Suites.

'He pasado mucho tiempo en México. Viajo muy a menudo a Oaxaca y Chiapas. Es un país que me es muy familiar. Me siento muy bien allí, por la gente, por su generosidad, su sencillez, su disponibilidad, su inocencia y su confianza. Muchas veces fotografío en pueblos pequeños, en espacios restringidos. Tengo una conexión muy fuerte y emocional con México, que no tengo en ninguna otra parte', cuenta Lange. Explica que frente a la facilidad y complicidad con la que se mueve en México, en grandes ciudades como Nueva York le resulta imposible hacer el mismo trabajo. 'Porque la gente no tiene la misma disponibilidad, hay mucha turbulencia'.

Y una clásica para acabar de entender el motivo de su apego a la foto analógica: ¿por qué sólo película en blanco y negro? 'Bueno, para mí el blanco y negro es la esencia de la luz y de la oscuridad. Tiene más poder de evocación que el color. Aplicar el color a mis imágenes sería sustraerles algo fundamental: la imaginación'.

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