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Géiseres en el desierto

El norte de Chile es una región andina que guarda las huellas de una cultura milenaria y, sobre todo, prodigios de la naturaleza salvaje.

ÁNGEL M. BERMEJO

Las madrugadas son frías a más de 4.000 metros de altitud en el desierto de Atacama, en esta esquina de Chile que se acerca a Bolivia y Argentina. El coche rueda con dificultad porque el motor de explosión acusa la falta de oxígeno, y todo es azul en la penumbra del desierto. De repente, al descender de un collado, se distingue lo que parece un grupo de nubecillas pegadas al suelo: unas columnas de vapor que se elevan a poco más de la estatura de un hombre.

Y entonces ocurre. Justo cuando el Sol aparece sobre el horizonte, lo que era un chorro de dos metros de altura llega a cuatro, a ocho, a veinte en pocos minutos. De cualquier grieta surge ahora un cañonazo de vapor. Entonces se camina entre el vaho que emerge de la tierra helada, como entre una niebla recién nacida. Es como asistir al despertar de las entrañas de la Tierra.

Son los géiseres de El Tatio, la mayor celebración que ofrece un rincón perdido de las montañas al amanecer de cada día, y cualquiera olvida que cuesta trabajo respirar. Se comprende que esta pampa haya sido un lugar especial desde hace siglos para las gentes que se adentraban en estas soledades, un paraje sagrado para las antiguas culturas atacameñas que le dieron el nombre más apropiado: el valle de los Mil Espíritus. La geología debe buscar otro tipo de explicaciones, y prefiere pensar en los efectos de una actividad volcánica reciente.

Los géiseres bullen con fuerza. Son como árboles de vapor que unen sus copas neblinosas. Al acercarse a cualquiera de ellos se nota cómo tiembla la tierra por esos empellones subterráneos. También se oye un rugido desde el fondo del mundo. Y uno comprende entonces el significado del nombre de El Tatio: 'El viejo que llora'.

Y tal como vienen se van. Un par de horas después sólo quedan unos pocos géiseres, pequeños fantasmas de su reciente grandeza. A uno de ellos, al mayor, le llaman el Abuelo. Los demás han desaparecido, y la puna se olvida de este espectáculo fugaz. Quedan los dibujos formados por las precipitaciones salinas, extrañas filigranas de todas las tonalidades que brillarán al sol hasta que se sequen. En unas pozas es posible bañarse en agua caliente a pesar del frío de la montaña.

Es el momento de emprender el descenso tranquilo a San Pedro de Atacama, el oasis más próximo en este desierto extremo, el más seco del mundo. San Pedro es el núcleo de una región en la que floreció una refinada civilización. Ahora hay muros de adobe que protegen los huertos del viento reseco, casas coloniales y una iglesia encalada al lado de una plaza arbolada. Sus habitantes veneran a su santo patrón casi en el solsticio de invierno y atesoran orgullosos una cultura que ya era centenaria a la llegada del conquistador Pedro de Valdivia.

Sus huellas están en los alrededores. El pukará de Quitor es un poblado prehispánico colgado al borde de un barranco. Cuenta tan sólo 800 años, poca cosa en una tierra en que casi todo se mide en milenios. El poblado de Tulor, de hace 3.000 años, se conserva en buen estado al haber sido cubierto por la arena en algún momento incierto, y únicamente se distingue la parte superior de las casas circulares.

Recuerdos de otro tiempo y de otras culturas, de gentes que subían a las cumbres de las montañas a cumplir sus ceremonias. En la cima de los volcanes, que rozan los 6.000 metros, siglos atrás se celebraron los ritos más cercanos al cielo que haya practicado el ser humano.


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