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El hombre que no quiso compartir

ROBERTO SANTOS

Muchas van a ser, y son ya, las líneas que describan las aportaciones que una figura como la de Steve Jobs ha hecho al mundo de la tecnología. Incluso al mundo en sí mismo, dirán muchos. Pero, siendo rigurosos, lo que nos interesa es conocer la permanencia que esas aportaciones tendrán y su sostenibilidad en el tiempo.

Jobs tenía una gran capacidad de innovar, o más bien de observar e industrializar las innovaciones, pero más aún de empatía, de ponerse en el lugar del usuario, de hacerle las cosas fáciles y bellas. Sin embargo no creía que los demás pudieran mejorar sus creaciones, no creía en la libertad de otros para modificarlas, para adaptarlas a sus propias necesidades, a sus gustos. Y esto, en un mundo donde el conocimiento está completamente distribuido y disponible, donde una gran cantidad de personas tienen ya herramientas y habilidades para modelar el mundo digital y donde las relaciones son cada vez más entre iguales, tiene un recorrido muy corto.

No creía que los demás pudieran mejorar sus creaciones

Quizá si Jobs no hubiera crecido intelectualmente en la era de la artesanía digital, donde las licencias de software aún eran la panacea, si no hubiera madurado en el escenario de las puntocom donde el pelotazo era el primer y último objetivo quizá, solo quizá, no estaríamos ahora en este campo de minas de las patentes ni en el de la depredación comercial como medio de dominar mercados y personas. Si su ambiente hubiera sido distinto, posiblemente hubiera apostado por la innovación abierta, por poner las luces largas, por compartir, por colaborar, por permanecer, por no cercenar la libertad de los demás. No sólo por estar en la historia, en el recuerdo, si no por proyectar en las generaciones futuras su forma de pensar y de hacer, por estar siempre en el futuro.

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