Público
Público

Manos de lavandera

Maté a mi abuela porque quería ver si se sentía algo. La asfixié y me gustó

EDUARDO BENDALA

Maté a mi abuela porque quería ver si se sentía algo. La asfixié y me gustó. Bastó con taparle la boca y la nariz con las manos. Yo era una chica fuerte, mucho más que las demás niñas. Acababa de cumplir 15 años y me apetecía estudiar cómo cambiaba su cara, de qué color se ponía su piel, si los ojos se le daban la vuelta Le pregunté: 'Abuela, es mi cumpleaños, ¿me has comprado un regalo?'. Me miró sin entender, la olla no le funcionaba. A veces creía que yo era mi madre y me contaba batallas de su pueblo, pero la voz se le iba yendo, bajito, bajito... Y al cabo de un rato se dormía. Luego le susurré: 'No te preocupes, abuela, mi regalo consiste en ver cómo mueres'. Igual eso sí lo entendió. Apreté. Fue más difícil de lo que pensaba, ella tragaba saliva, hacía ruidos raros y me empapó de flemas. Mi madre lloró, mucho, siempre lloraba Dijo: 'Cariño, sé que lo has hecho porque no querías verla sufrir más, pero no está bien, sólo Dios decide cuándo te vas'. Menuda idiotez, eso de Dios.

Me metieron tres años en una institución. Allí me fue bien: aprendí cosas, controlé a los demás, me hicieron una evaluación psiquiátrica... Y me inspiraron el plan: matar viejas, quedarme su dinero y echarle la culpa a alguna inmigrante con antecedentes penales. He aprendido a dejar pistas falsas, a manipular la escena del crimen. Mi método: me hago amiga de las ancianas, las estrangulo y en los cadáveres encuentran huellas dactilares que no son mías sino de las manos de mi panchita. Ella desaparece y eso la convierte en la principal sospechosa.

En el reformatorio robé mi expediente y decía que sufro un 'trastorno de personalidad antisocial', lo cual quiere decir que soy una psicópata. Sólo me importo yo misma, soy narcisista y, aunque me comporto bien y colaboro con la autoridad, en realidad es una comedia, porque carezco de 'empatía', de sentimientos hacia los otros y soy potencialmente peligrosa... Memeces. ¿Es que no son así todas las personas del mundo? Yo de mí misma diría que tengo el valor para hacer lo que otros desearían.

Cuando me fui de aquella pocilga, no sólo nadie me vigiló después, sino que me recomendaron dónde encontrar empleo: una empresa de telemarketing que contrataba a gente recién salida de la cárcel, entre ellas a extranjeras detenidas en Barajas al intentar entrar en España como mulas de la droga, ¡pobres infelices! Eso significaba que allí podría encontrar a mi inmigrante con sus huellas dactilares registradas.

Al entrar a trabajar, me dieron un papelín con instrucciones, una especie de curso de formación como teleoperadora. Progresé rápidamente: tengo labia, soy muy buena hablando, convenzo a la gente Llamo y llamo y vendo y vendo. Soy un encanto de calidez y bondad. Convenzo. Coloco líneas ADSL, seguros, cursos de formación Hasta pañales de incontinencia. Cuando llamo a mis viejas, digo: 'Buenos días, ¿es usted doña Vicenta? Querida señora, quizá yo pueda ayudarla'. De entrada no sé cuáles son los problemas que tienen mis objetivos, pero he comprobado que es imposible que una vieja, sobre todo si vive sola, no los tenga. El principal: que nadie las escucha. Yo las escucho. Y consigo que me citen en su casa. Y ahí entran en juego mis inmigrantes.

Al principio, cuando tracé el plan, sólo me facía falta una, pero finalmente tuvieron que ser tres. La primera: Chocha Altagracia. Me fije en ella porque se produjo una coincidencia increíble: resulta que yo ya había decidido el truco de las manos cuando la oí gritarle al jefe, un idiota absoluto, que dejara de presionarla para vender mierdas por teléfono a gente que no las necesitaba, que ella era modelo de manos en su país y que iba a buscar trabajo de eso.

- '¿Modelo, tú, de manos? Pues con esas manos de lavandera le escupió el jefe- deberías hacerte modelo de tetas, o mejor de ubres, por lo gordas y deformes que las tienes. ¡Lárgate cuanto antes!'.

Su expediente, que yo había comprobado sin que nadie se diera cuenta, la apuntaba como ex reclusa. Cuando estaba recogiendo, me acerqué a Chocha, la miré con mis ojitos de tu-mejor-amiga-del-mundo y le pregunté si me podía explicar eso de ser modelo de manos. Quedamos por la noche y la invité a cañas. Fueron muchas. Le propuse seguir la juerga en mi casa, un sótano sin vecinos en un polígono industrial, y siguió bebiendo lo que le puse delante. Cuando fue al baño tenía tal pedo que no se enteraba de nada. La maté con facilidad. Ya había dejado la bañera llena y sólo tuve que sostener su cabeza bajo el agua unos minutos. La dejé hundida, boca abajo, tres días, en agua templadita. Al principio se hundió, al día siguiente flotó y a los tres, como estaba previsto, el cuerpo ya estaba listo. Le di la vuelta y era exactamente igual que un sapo: cara y cuerpo totalmente hinchados, labios de batracio, resultaba completamente irreconocible toda la grasa del cuerpo se había transformado en jabón. Corté con facilidad. Enterré el cuerpo donde ya lo había pensado: un descampado del polígono con cuatro rastrojos y algún arbolucho, que no se ve desde la carretera y donde nunca va nadie.

Chocha fue la primera inmigrante muerta, pero he necesitado matar a tres, ya os lo he contado, una por cada vieja que quería despachar. El descampado está lleno. El periódico dice que la Policía parece desconcertada. La noticia es correcta en todo: tres ancianas que vivían solas, sin familiares conocidos, han sido estranguladas en sus casas, los ahorros que guardaban en sus propios pisos han desaparecido Sé que han tenido que encontrar las huellas de las inmigrantes y la noticia no pone que la Policía sospeche de una banda organizada de sudamericanasque identifica a sus víctimas gracias a un listado de clientes de empresas de telemarketing. Es igual, no parece que vayan a descubrir mi secreto, aunque, si yo lo leí en una simple revista cuando estaba en el reformatorio, no sería tan difícil: si un cadáver permanece mucho tiempo en un medio líquido, se produce la maceración cutánea, la piel se suelta de la carne, la epidermis se desprende entera de las manos, como guantes, ¡y las huellas dactilares se conservan! A este fenómeno los forenses lo denominan manos de lavandera, el adjetivo con que el idiota insultó a Chocha.

Tuve que fabricar tres pares porque el primero se rompió. Cuando mi primera vieja me dejó entrar en la casa, me puse las manos de Chocha y la estrangulé. La piel de lavandera se desgarró justo con el último estertor. Con esos mismos guantes me fui al bote de arroz donde la abuela me había contado por teléfono que guardaba su dinero.

Días más tarde, a cada una de las otras dos inmigrantes le regalé el contacto de otra vieja que había elegido yo. Creían que lo hacía porque soy una buena persona, la única amable de la empresa. Les decía: 'Quédate tú este lead, que te hace más falta que a mí'. Me lo agradecían porque veían una salida a su inminente despido, dada su incapacidad para vender Tras las muertes de las otras dos ancianas, la Policía apareció por la plataforma y el idiota les confirmó: 'Sí, esas tres chicas han trabajado aquí, pero las tres se marcharon, gente de la que no te puedes fiar, ya saben, ex convictas'.

Pero ahora, finalmente, la madera ha venido a por mí, a mi casa. ¡No me lo puedo creer! ¿Cómo iba a saber yo que el proyecto olímpico lo iban a construir en el descampado? Un volquete ha desenterrado a mis sudacas. A las tres les faltan las manos. ¡Qué ironía! El poli que lleva la voz cantante es un cachondo: mientras me interroga, luce en la chaqueta un pin con la mano de colorines, el logotipo olímpico. Debajo pone: 'Podemos'. Tiene razón. Si se lo pido con educación al poli, a lo mejor me lo regala, todos saben que yo convenzo a la gente, que tengo labia.

¿Te ha resultado interesante esta noticia?

Más noticias