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Noches toledanas

El Toledo nocturno revive las leyendas de Bécquer en los cobertizos y callejas.

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ

Pocos saben, fuera de Toledo, que la célebre expresión de pasar 'una noche toledana' tiene su origen en un viejo episodio histórico en el que un cruel gobernador musulmán, representante del poderoso califato de Córdoba, mandó pasar a cuchillo a todos sus invitados después de una fastuosa fiesta nocturna. En pocos segundos, la fascinación se convirtió en terror, sembrando desde entonces las noches de Toledo de una cierta inquietud: la inquietud de pensar que las cosas no son lo que parecen...

Así vivieron la noche toledana judíos, moros y cristianos, y, después de ellos, algunos célebres poetas exaltados de romanticismo, como Gustavo Adolfo Bécquer, e incluso algunos espíritus burlones, como los jóvenes miembros de la Generación del 27, quienes fundaron aquí su congregación de los Caballeros de la Orden de Toledo. Siglos después, el misterio del Toledo nocturno sigue intacto, mostrando una ciudad de faroles y de sombras, de cobertizos, cruces, rincones oscuros y plazas donde los pasos del caminante resuenan como si estuvieran permanentemente seguidos por otros pasos.

Perderse, en cuanto cae la noche, por cualquiera de las calles y callejones del viejo casco toledano, sigue siendo una de las mejores manera de sentir el espíritu profundo de una de las ciudades más fascinantes del mundo, pero hacerlo por el entorno de sus cobertizos, siguiendo los pasos de Garcilaso, de Bécquer, de Rafael Alberti, de Federico García Lorca o de Luis Buñuel, es todavía un aliciente mayor. Desde el convento de los carmelitas, el cobertizo de Santa Clara y el de Santo Domingo el Real son dos de los lugares que mejor conservan el aroma del Toledo nocturno.

El silencio de los conventos de las Comendadoras o de Santo Domingo el Real, con su pórtico renacentista y su gran escudo imperial de Carlos V, sobrecoge en la plaza que lleva el nombre de este último. Aquí se encuentra el azulejo, junto a una teatral cruz de madera, que recuerda alguna de las más celebradas leyendas de Bécquer, y aquí también, en el rincón toledano favorito de Luis Buñuel, tiene lugar uno de los pasajes más célebres de La arboleda perdida, donde Alberti recuerda el juego de los fantasmas con sus compañeros de generación: 'El acto poético y misterioso preparado para la madrugada -cuenta el poeta en sus memorias- iba a consistir en hacer revivir toda una teoría de fantasmas por el atrio y la plaza de Santo Domingo el Real. Después de un tejer y destejer de pasos entre las grietas profundas del dormido Toledo, vinimos a parar al sitio del convento en el instante en que sus defendidas ventanas se encendían, llenándose de velados cantos y oraciones monjiles. Mientras se sucedían los monótonos rezos, los cofrades de la hermandad, que me habían dejado solo en uno de los extremos de la plaza, amparados entre las columnas del atrio, se cubrieron de arriba abajo con las sábanas, apareciendo, lentos y distanciados por diversos lugares, blancos y reales fantasmas de otro tiempo, en la callada irrealidad de la penumbra toledana'.

Sólo a unos pasos, en la calle de San Ildefonso, por encima de las tapias del jardín de la casa en la que vivieron los hermanos Gustavo Adolfo y Valeriano Bécquer, todavía asoman las ramas del laurel que ambos plantaron. Mejor no seguir adelante, hacia la calle donde está ambientado el cuento, si se acaba de releer El Cristo de la Calavera.


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