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La transición traicionada

Mohamed VI ha decidido conservar el poder absoluto de su padre sin reformar Marruecos para sacarlo del subdesarrollo

TRINIDAD DEIROS

Tocado hace diez años por la gracia de la benevolencia de su pueblo y de la prensa occidental, Mohamed VI, rey de Marruecos, despierta ahora en muchos de sus súbditos una desilusión sólo comparable a la enorme esperanza que engendró su llegada al trono.

Mohamed ben al Hassan Alaui sucedió a su padre a las pocas horas de su muerte, el 23 de julio de 1999, aunque no sería entronizado hasta siete días después. Sin haber cumplido los 36 años, este príncipe cargado de títulos- doctor en Derecho y diplomado en Ciencias Políticas-asumió el poder que su progenitor había ejercido sin reparo a mancharse las manos de sangre.

Poco se sabía hasta entonces del heredero, al que su padre apenas si había permitido intervenir en los asuntos del Estado. Su timidez y el interés que ya entonces mostraba hacia los menesterosos hacían olvidar unos gustos epicúreos y más propios de un hijo de la rica burguesía de Rabat los coches de lujo y las motos acuáticas que de un futuro rey.

A Hassán II le faltaba humanidad, pero no olfato político. Como buen lector de Maquiavelo, el anciano rey era 'un realista', explica el periodista Aboubakar Jamai. Por ello, en los noventa, inició una apertura política que culminó con la formación en 1998 de un Gobierno de alternancia, dirigido por un antiguo opositor, el socialista Abderrahman Yusufi.

Jamai, cofundador y ex director de la revista Le Journal, vive en el exilio. En 2007, las multas millonarias con las que una Justicia sierva castigó su independencia le obligaron a marcharse a Estados Unidos. El diagnóstico que este periodista hace de la evolución'institucional' de su país en estos diez años sólo le merece un adjetivo: 'nula'.

El soberano habla a menudo de 'transición' y define su régimen como una 'monarquía ejecutiva'. En realidad, la monarquía marroquí es constitucional, sí, pero en absoluto democrática. La Carta Magna es el instrumento que consagra una teocracia, un régimen de derecho divino, que confiere al rey la condición de Amir al muminin,comendador de los creyentes.

Esta Constitución, queMohamed VI no ha dado señal alguna de querer cambiar, lo define como jefe de Estado y 'mando supremo de las Fuerzas Armadas Reales'. El rey legisla a través de decretos y nombra al primer ministro a su libre albedrío. En 2002, a pesar de que la Unión Socialista de Fuerzas Populares había vencido en las elecciones, el soberano eligió a un tecnócrata, Driss Yetú, como jefe de Gobierno.

El monarca también decide sobre los ministerios de soberanía, los de más peso: Interior, Asuntos Exteriores, Justicia y Asuntos Islámicos. A la judicatura la controla a través del Consejo Superior de la Magistratura, que preside.

M6, como le llaman los marroquíes, heredó estas prerrogativas, pero, con él, la monarquía que encarna ha acumulado aún más poder. Con la multiplicación de comisiones y fundaciones controladas por el soberano y su camarilla- sus consejeros ejercen de ministros en la sombra- el Gobierno ha ido perdiendo algunas de sus ya escasas atribuciones. Haizam Amirah Fernández, investigador del Real Instituto Elcano, lo resumió en 2005 en su análisis El Marruecos que no despega, señalando que 'el celo con el que desde Palacio se pretende ejercer el control sobre todos los asuntos relevantes tiene un efecto paralizador sobre el resto de instituciones del Estado'.

Jamai no echa toda la culpa de esta situación al rey. La estrategia de Hassan II de integrar a la oposición en el Gobierno para 'legar a su hijo un campo político pacificado' funcionó. El resultado es que las élites marroquíes son 'tan poco críticas que cuando quedó claro que la monarquía no iba a democratizar el país, no reaccionaron'. La sumisión es la norma y los grandes partidos de la oposición hace años que ni piden una Constitución democrática.

La última manifestación de este poder tentacular fue la victoria del PAM, el Partido Autenticidad y Modernidad, en las municipales de junio (una formación 'reaccionaria', advierte el catedrático de Historia Contemporánea del Islam, Bernabé López), cuyo líder es un amigo del rey, el ex viceministro de Interior, Fuad Ali El Himma. El fin de este partido es llevar a El Himma la jefatura del Gobierno y relegar a los islamistas.

Un asunto que sin duda contribuye a la parálisis institucional es el Sáhara Occidental, un conflicto que el régimen marroquí no ha sabido sacar de un marasmo que dura 34 años. El cambio en la Casa Blanca no augura nada bueno para el plan marroquí de autonomía para la ex colonia española. Hace unos días, Obama escribió una carta al rey en la que no mencionaba este proyecto, poco creíble en un país 'sin democraciareal', explica Bernabé López.

Si en política la tónica es el continuismo, en economía, los planes de desarrollo no arrojan grandes resultados. De 1999 a 2008, Marruecos ha permanecido en el puesto 126 en el Índice de Desarrollo Humano de la ONU.

Para el economista Najib Akesbi, del Instituto Agronómico marroquí, este fracaso se debe a 'la frivolidad, la ausencia de planificación y la política de fachada' que han caracterizado estos diez años. 'Se han construido infraestructuras, pero la pregunta es si Marruecos necesita tantas autopistas cuando el 53% de los núcleos rurales están aislados', dice Akesbi.

La estructura hipertrófica de la monarquía conlleva también un efecto devastador sobre el desarrollo económico. El consorcio Omnium North African (ONA), controlado por la familia real, posee desde las mejores tierras al sector de la gran distribución, pasando por casi todo lo que da dinero en el país. '¿Cómo se puede competir con libertad cuando uno tiene enfrente a una empresa del rey?', se pregunta Akesbi.

La avidez de la monarquía le ha dado réditos. La revista Forbes calcula que la fortuna de Mohamed VI se ha multiplicado por cinco en estos diez años. Su patrimonio se eleva ya a casi 1.800 millones de euros. En un país cuyos progresos en reducción de la pobreza son ' nada espectaculares', según el Banco Mundial, la cifra sorprende.

La gestión del rey de los pobres (otro de los apodos del monarca) es mediocre. Ello no le impide gozar aún de la simpatía de una parte de su pueblo, que contrasta con la desilusión de los progresistas. El tiempo pasa, y los marroquíes siguen esperando que su soberano escuche al fin los deseos de una sociedad que anhela la democracia.

 

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