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Un viaje aSant'Agatha

POR CARE SANTOS

La primera vez que puse los pies en la Villa Verdi de SantAgata me dije: 'En este lugar sólo se puede ser músico o estar muerto'.

Fui hasta allí con Alicia, que en aquella época ya era aficionada a coleccionar réquiems. Tenía más de 200, incluyendo alguna rareza. El de Verdi 'la misa de difuntos más operística o la ópera más fúnebre de la historia de la música', solía decir era de sus favoritos.

Tropecé en la puerta del lavabo con un hombre de porte distinguido

'Verdi compró esta casa en un momento de felicidad, éxito y producción máximos y se instaló en ella con Giuseppina Strepponi, una soprano que acababa de retirarse de los escenarios. El compositor vivió aquí hasta su muerte, en el año 1901, aunque esta no se produjo entre las paredes de su casa, sino en un hotel, en Milán', decía nuestra guía, que Alicia iba leyendo en voz alta mientras avanzábamos por las diferentes habitaciones del que fue el hogar de los Verdi.

'Es triste morir en un hotel. Quiera el devenir que no tenga que ocurrirme', me decía, en silencio, mientras mi mujer proseguía la lectura:

Giuseppina fue muy popular. Debía su fama no sólo a su talento musical, sino a su tempestuosa relación con el tenor Napoleoni Moriani, con quien tuvo dos hijos. Él nunca los reconoció como propios, por cierto me informaba Alicia.

No me pareció que el rastro de Verdi hubiera dejado impronta alguna en aquellas habitaciones excesivamente ornamentadas. El de Giuseppina, en cambio, se adivinaba en cada rincón, en la colocación de cada pequeño objeto. Nos detuvimos frente al retrato de un perro que colgaba de una de las paredes del salón. Llevaba un ridículo lazo azul en la cabeza.

Es Lulú explicó Alicia. Le tenían mucho afecto.

Hicimos una peregrinación a cierto claro del jardín para visitar con toda solemnidad la tumba de Lulú.

'Alla memoria di un vero amico', rezaba la lápida.

Alicia parecía estremecida. Yo meditaba acerca de las costumbres de los hombres. En Japón hay quien gusta de comprar pelucas carísimas a su gato. En Estados Unidos, cierta idiota estrella de las pasarelas construyó una casa en miniatura para sus perros. No le faltaba ni el aire acondicionado.

Debe de estar muy solo alguien que dedica palabras como estas a una mascota balbuceé.

¡Ya lo creo que lo estaba! añadió Alicia. Hacía tiempo que se había quedado sin un solo rival. Donizzetti, Rossini... todos habían muerto. Él era el último de los compositores de su tiempo. Ese fue el estado de ánimo con que compuso el Réquiem, pobre hombre.

Me dije: 'Acaso no hay alguien más solo que aquel a quien ya no le quedan enemigos, ciertamente'.

Tropecé en la puerta del lavabo con un hombre de porte distinguido. Vestía chaqué y llevaba anudado al cuello un pañuelo de seda desteñida. Cuando entré en la sala del piano le encontré intercambiando opiniones con mi mujer.

¿Quién es? le pregunté a ella, en cuanto el hombre continuó su camino.

No lo sé. Dice cosas preciosas sobre el Réquiem. Y se nota que es alguien que entiende. Me ha caído bien, mira dijo ella.

 

* * *

 

Nunca he creído en estas cosas y no puedo achacarlo más que al efecto de la casualidad, pero lo cierto es que ayer era ya muy tarde cuando cayó en mis manos el suplemento de viajes de un periódico nacional y tropecé con el artículo que me ha llevado a toda esta rememoración. Hablaba del fantasma de Villa Verdi, un asunto muy apropiado para leer en la madrugada durante la cual, se supone, las ánimas de todos los difuntos deambulan a sus anchas por el mundo de los vivos. Casualidad o no, lo leí asombrado. En el artículo una periodista cuyo nombre me sonaba vagamente de otros trabajos, aseguraba haber fotografiado por casualidad, decía varias veces a un espectro que se apareció en la sala del piano de Villa Verdi, en SantAgata.

Acompañaban al texto un par de imágenes en las que, en mitad de los salones por los que había paseado tras mi mujer, y poniendo mucho empeño, se distinguía una especie de neblina.

Cuando Alicia se dio cuenta de qué era lo que centraba mi atención desde hacía un rato, se quitó las gafas pausadamente, dejó el libro que estaba leyendo sobre su regazo aboatinado, y dijo:

Ahí dice que es Moriani, pero yo no me lo trago su seguridad me dejó estupefacto y, no lo negaré, un poco inquieto.

La gente muy segura de algo me produce mal cuerpo, como si conocieran un secreto de las cosas que yo nunca comprenderé.

Es el hombre que conocimos allí, en Villa Verdi, ¿cómo puede ser que no te acuerdes? añadió, en tono de regañina. Pero si hasta tropezaste con él en el aseo.

Miré la foto que ilustraba el artículo. No se distinguía nada, salvo la extraña nube de interior. Por lo menos, a simple vista. No niego que necesito revisar la graduación de mis lentes, pero dudo que alguien menos escéptico que yo hubiera tenido más éxito en la visión del espectro que a Alicia parecía resultarle tan evidente. Y no sólo eso.

¡Es Manzoni! aseguró en el acto mi mujer, presa de una repentina excitación, ¿cómo es posible que no le reconozcas?

Ni siquiera sabía de qué estábamos hablando. Para empezar: ¿estábamos hablando?

¡Alessandro Manzoni! ¡No me puedo creer que le hayas olvidado! continuó. Con lo bien que hablaba y todas las cosas preciosas que nos contó del Réquiem. Conversé muy poco con él, qué lástima. Pero, claro, en aquel momento no podía sospechar quién era.

La miré desde una distancia enorme, infranqueable. Como se mira un horizonte sabiendo que más allá está África.

¡Manzoni, caramba! ¿Estás tonto? dijo ella, pasando de la exaltación a la agresión (típico de Alicia). ¡El escritor romántico! ¡El de Los novios! describió un gesto impreciso con el brazo en dirección a los miles de volúmenes que se amontonan en nuestra biblioteca. Su novela está por ahí, en alguna parte...

Yo seguía sin reaccionar como ella deseaba (ni de ningún otro modo). De modo que ella prosiguió con la ofensiva, según la estrategia habitual. Lo mejor de varias décadas de convivencia son las dificultades con que tropieza la sorpresa cuando quiere atacarte.

Alicia tomó aire y se dispuso a solventar mi ignorancia:

Me dijo que él se había investido en conservador no oficial de la memoria de Verdi (aunque le llamó 'maese Giuseppe'). Explicó que tenía con él una deuda eterna mi mujer hizo una pausa. Me miró. ¿Comprendes? ¡La deuda es el Réquiem! ¡Lo que te estoy contando pone los pelos de punta, verdaderamente!

Permanecí atento, procurando que se me pusieran los pelos de punta para complacer a mi dulce Alicia.

Aquel hombre dijo que lloraba cada vez que escuchaba el Réquiem. Le confesé enseguida que a nosotros también nos pasa (¡ah! Los plurares de Alicia. Y pensar que en algún tiempo me parecieron bellos, conmovedores) y él dijo: 'Cómo se lo agradezco, señora, ahora también tengo una deuda eterna con ustedes, por recordar'. Sólo eso. Luego, se fue. Se esfumó, diría yo. ¡Qué caballero más singularl!

Alicia dejó escapar un suspiro tan romántico como el caballero que lo había motivado.

Antes de volver a sumergirse en su lectura, añadió una frase más:

Es una lástima que no te enteres de nada. A mí me parece de lo más encantador, que los fantasmas lloren al escuchar su propia misa de difuntos.

Dicho esto, nos sumergimos en el silencio y no volvimos a hablar del Réquiem, ni de Verdi ni de aquel caballero singular.

Alicia murió apenas dos semanas después.

No tengo ni la menor idea de qué voy a hacer con la colección de Réquiems. Puede que de vez en cuando vuelva a escuchar alguno.

El silencio es ahora inquietante.

 

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