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El bueno, el feo y el CO2

La otra cara del enemigo público número uno: sin el dióxido de carbono, el agua de la Tierra estaría siempre congelada y las condiciones del planeta no habrían permitido la aparición de vida compleja

JAVIER YANES

Los laureados adalides contra el cambio climático, Al Gore y el presidente del IPCC Rajendra Pachauri, lideran un movimiento que ha empujado a las naciones de la Tierra contra un enemigo común, conocido por dos letras y un número, cuatro enlaces químicos ligando solidariamente dos átomos de oxígeno a uno de carbono: dióxido de carbono, o CO2.

Hoy, sólo los más recalcitrantes niegan que la actividad humana altere los grandes ciclos geoclimáticos y que el principal agente de esta interferencia sea el CO2, aunque se siga debatiendo el alcance del problema y su importancia relativa frente a otras lacras que aquejan al planeta.

En cambio, lo que llegará de sorpresa para muchos es que, si a algo deben su existencia las criaturas terrestres es, entre un puñado de factores, al denostado CO2.

Este gas no es un residuo químico industrial, como sugerían algunos diputados interrogados al asalto en un reciente programa televisivo, sino el producto principal de la respiración.

Al respirar, los organismos consumen oxígeno libre de la atmósfera y lo devuelven en forma de CO2. Lo que ocurre entre ambos momentos es el nudo del metabolismo; la mitocondria, central energética de las células, gasta oxígeno para producir ATP, molécula que actúa como divisa común de energía y que las células emplean para quemar su combustible básico, la glucosa.

La combustión biológica es una oxidación de compuestos de carbono que libera agua y CO2. La primera se recicla como disolvente universal de las reacciones bioquímicas. Y si el segundo no aumenta exponencialmente en el planeta es gracias a que las plantas, mediante la fotosíntesis activada por la luz solar, revierten el CO2 a oxígeno molecular. Este ciclo se repite millones de veces cada segundo desde hace millones de años.

Pero la función del dióxido de carbono como actor esencial en la maquinaria biológica se apoya en otro ciclo, el geológico, que mantiene vivo el pulso del planeta y donde el CO2 es también factor primordial.

Este gas emerge a la superficie desde los volcanes y se acumula en la atmósfera, causando un efecto cuyo nombre es hoy muy popular: invernadero. Los científicos afirman que, sin el CO2, la Tierra sería una enorme bola de hielo sin esperanzas de vida compleja. Gracias a esta manta gaseosa existen la evaporación y la lluvia; ésta erosiona los minerales, algunos de los cuales contienen carbono, que se drena a los mares y regresa al interior de la Tierra para reiniciar el ciclo.

El 30 de noviembre, científicos británicos subrayaban que este termostato terráqueo fue providencial entre 840 y 635 millones de años atrás, cuando la Tierra estuvo a punto de convertirse en una bola de nieve; sólo el CO2, dicen en Nature Geoscience, mantuvo líquidos los océanos ecuatoriales y, en ellos, la vida incipiente.

Cuestión de vida o muerte

En 1993, el científico de la Universidad de Pensilvania (EEUU) James Kasting comparó la Tierra con sus planetas vecinos para estimar la deuda de los terrícolas con el CO2.

Según Kasting, la Tierra mantendría agua líquida si se alejara del Sol hasta un 70% más de su distancia real. Lo curioso es que Marte sólo está, como media, un 50% más lejos del Sol que la Tierra. ¿Por qué en Marte sólo hay hielo? La respuesta: el CO2, muy escaso en el planeta rojo. Marte está geológicamente muerto y, que se sepa, biológicamente muerto.

Por supuesto, todo ello dentro de un orden; en el otro plato de la balanza está el tórrido planeta Venus, con una atmósfera de CO2 90 veces más densa que la terrestre.

Pese a todo, los equilibrios planetarios tienden a ser obstinados. Siempre, claro, teniendo en cuenta que el ser humano no es más que otra contingencia provisional en la larga historia de la Tierra.

 

Un caso parecido al del CO2 es el del colesterol; para muchos, es una grasa de los alimentos procesados cuyo único fin es cegar las arterias y provocar infartos. Pero en realidad, es un componente esencial de la membrana de las células animales, a las que presta estabilidad.

La mayoría del colesterol no proviene de la dieta, sino de producción propia. Dado que esta síntesis se inhibe por el producto, la ingesta reduce la producción.

Pero esto no significa que su consumo sea sano. El exceso favorece el colesterol ‘malo’ (LDL), que obstruye las arterias, en perjuicio del ‘bueno’ (HDL), que se transporta al hígado para reciclar.

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