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En busca del sentido de las piedras azules

Los arqueólogos excavan en el mítico enclave de Stonehenge por primera vez desde 1964

LOURDES GÓMEZ

'El pasado sólo existe en el presente”, dice Timothy Darvill, arqueólogo británico con cátedra en la Universidad de Bournemouth. Darvill está acostumbrado a interpretar huellas prehistóricas, pero su trabajo actual tiene una relevancia excepcional. Quiere probar una nueva teoría sobre el origen y función de Stonehenge, el complejo de piedras neolíticas que se alza majestuoso sobre la llanura de Salisbury, en el condado de Wiltshire, a 140 kilómetros al oeste de Londres. Con su colega, el profesor Geoff Wainwright, dirige la primera excavación que se autoriza desde 1964 en el más importante templo prehistórico de las Islas británicas.

“Es una oportunidad única, no volverá a presentarse en toda una generación. Las técnicas avanzan y es necesario excavar con absoluto rigor para aprender más sobre el pasado”, explica Darvill frente a la zanja rectangular –de dos por tres metros cuadrados– que comenzaron a cavar junto a las míticas piedras el pasado lunes. Ambos profesores sostienen una curiosa tesis. En el máximo apogeo de Stonehenge, entre 2500 y 1500 . C., creen que el complejo funcionó como una especie de sanatorio, como un templo especial donde acudían los antiguos europeos con la esperanza de curar sus heridas y enfermedades. “La gente venía aquí por las mismas razones que los peregrinos todavía viajan a Lourdes. Creían en las propiedades curativas de las piedras”, defiende Wainwright, mientras separa capas de sedimentos en un rústico colador. A sus 70 años, recién operado de la cadera, se le ve feliz entre las ruinas de Stonehenge. “Nunca creí que conseguiría excavar entre estas piedras”, sonríe.

La investigación se centra en los pedruscos originales, las llamadas piedras azules, que formaron el primer círculo y que volvieron a utilizarse en sucesivas reconstrucciones del complejo. Proceden de un área concreta de Gales, las colinas Preseli, y cada pieza pesa hasta cuatro  toneladas, 10 veces menos que los  impresionantes conjuntos pedestres, en forma de dintel, que dominan la estructura actual. Aún y todo, hacia el 2500 a. C., 80 piedras azules se transportaron unos 250 kilómetros hasta su nueva ubicación en Wiltshire. Con la materia orgánica recogida ahora en la excavación –huesos, carbón, astas de ciervos, caracolillos y otros restos neolíticos– se intentará datar en el laboratorio la fecha exacta de su llegada a Stonehenge.

“Las piedras azules se aprecian, incluso hoy día, por sus poderes curativos. Existen documentos de monjes medievales que recogen leyendas orales de sus poderosos atributos. También hemos comprobado que se respetó la distribución geológica al colocarlas en Stonehenge. Reprodujeron en este paisaje inglés el microcosmos de Gales, para preservar las cualidades curativas de las piedras”, observa Darvill.

Para Wainwright, Stonehenge fue el lourdes del neolítico. Darvill lo compara con Santiago de Compostela: “Cuando llegaron los restos del santo, se convirtió en un famoso centro de peregrinaje de enfermos. Sólo entonces se extendió la creencia de que Santiago era un importante enclave sagrado. Sucedió lo mismo en Stonehenge con la llegada de las piedras azules”. Ambos arqueólogos están convencidos de que las piedras galesas esconden el secreto del complejo neolítico. Seguirán excavando hasta mañana, pero el foso ya está aportando indicios de la importancia que esos viejos bloques tuvieron en el pasado.

Las piedras azules parecen insignificantes frente a las gigantescas piezas de arenisca dura –las llamadas piedras sarsen– del círculo exterior del complejo. Alzados en posiciones singulares o con dos piedras enlazadas por un bloque horizontal, perfectamente encajado, preservan su compleja estructura global, en círculo y en herradura. “Las piedras sarsen son decorativas, adornos adicionales para marcar la importancia y riqueza del enclave. Yo diría que son representaciones de dioses”, añade Darvill, antes de volver a la zanja excavada, en busca de hallazgos.

Darvill y Wainwright marchan a contracorriente con su tesis de que Stonehenge fue un centro de peregrinaje de enfermos y discapacitados del neolítico europeo. Reconocen que hubo enterramientos en su fase inicial –cuando el recinto se delimitó con sus característicos foso y terraplén y se levantaron tótems de madera, hacia el 3000 a.C.–, pero ambos sostienen que la sustitución de la madera por piedras azules convirtió el primitivo templo en el gran sanatorio de la antigüedad. “Era un templo corriente, como muchos otros de la zona, pero adquirió renombre en Europa por los poderes curativos de las piedras”, explica el profesor Darvill.

Las piedras están alineadas en un meticuloso trazado, en armonía con los movimientos del Sol, cuyos efectos son particularmente visibles en los solsticios de verano e invierno. Nada se dejó al azar en la disposición de las piedras, con un eje lineal del noreste al suroeste que permitió a los habitantes del entorno familiarizarse con las distintas estaciones del año. En sus orígenes, por tanto, Stonehenge sería un templo del Sol o un observatorio de sus movimientos, junto a los de la Luna y las estrellas, según coinciden los expertos. Más allá, las explicaciones sobre su función difieren totalmente.

La conclusión de Darvill sí es clara: “Stonehenge no fue un memorial, un espacio para los muertos. Fue un enclave para la población viva”. 

 

 


Cuatro veces al año -coincidiendo con los solsticios y los equinoccios– el recinto de Stonehenge se abre al público, durante los ya tradicionales festivales paganos de los nuevos hippies. En la fecha más popular, el amanecer del 21 de junio, hasta 20.000 personas invaden el conjunto para dar la bienvenida al verano. Es sólo una pequeña concesión del English Heritage, organismo que protege el patrimonio británico, incluida esta magnífica herencia neolítica.

El acceso a Stonehenge se restringió en junio de 1985, tras la famosa Batalla del Beanfield. La policía cargó con dureza contra cientos de personas que viajaban en caravanas de vehículos hacia el complejo, en vísperas del solsticio vernal. En aquellos enfrentamientos se selló el fin de los conciertos gratuitos que se venían montando desde 1972 junto a las piedras. “Se debe permitir a la gente acercarse al monumento, pero es difícil hacerlo cuando recibe más de 800.000 visitantes al año”, admite hoy el profesor Darvill.

Para ser un complejo reconocido por la Unesco como Patrimonio Mundial, visitarlo puede resultar decepcionante. Stonehenge está bordeado por dos carreteras, una nacional, de tráfico intenso, y otra menos transitada, pero con un trazado que cruza el recinto.

El English Heritage quiere construir un nuevo centro permanente de información a unos dos kilómetros de su actual emplazamiento y retornar toda la zona a su verde esplendor de antaño. Su propuesta para reconducir el tráfico por un túnel y crear un desvío adicional ha fracasado, tras 25 años de negociaciones con distintos organismos y el Ministerio de Cultura. El responsable de Stonehenge, Stuart Maughan, admite: “Volvemos al punto cero, a la mesa de dibujo. Hay que mejorar la situación, pero dar con la solución adecuada y económicamente aceptable no es fácil”.

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