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La movilización de los internautas ha frenado los intentos de PP y PSOE, desde 2001, de permitir el cierre de páginas web sin orden judicial

PATRICIA FERNÁNDEZ DE LIS

Estoy total y absolutamente en contra de que se cierre un sitio web por decisión gubernamental', decía, el pasado viernes, un indignado Mariano Rajoy. El líder del PP trataba así de unirse a la marejada de protestas que esta semana ha inundado la Red española, tras conocerse la intención del Gobierno de crear un órgano administrativo que pueda clausurar páginas web que violen la propiedad intelectual, prescindiendo de los jueces.

Rajoy expresaba la misma inquietud que, en febrero de 2002, torturaba a Alfredo Pérez Rubalcaba, entonces portavoz de Ciencia y Tecnología del Grupo Socialista: 'La tarea [de cerrar web] corresponde a un juez', decía el actual ministro del Interior, alarmado por la intención del PP de aprobar una ley que permitía a una autoridad 'competente' clausurar sitios en Internet. El Gobierno del PP, concluía Rubalcaba, 'quiere regular los contenidos y controlar el flujo de información en la Red'. El Gobierno del PSOE, aseguraba Rajoy el viernes, 'quiere que se liquide un derecho fundamental para la gente, el de recibir información'. En la era digital, la coherencia política no resiste una simple búsqueda en Google.

Los gobiernos del PP y del PSOE han intentado encontrar la manera de proteger la producción cultural, en el momento más delicado de su historia. La digitalización y copia incontrolable de las obras sujetas a derechos de autor canciones, películas, series de televisión y, muy pronto, libros es el mayor dolor de cabeza de los propietarios de esos derechos y, sobre todo, de los intermediarios que hacen dinero explotándolos, particularmente las compañías de discos y cine.

En la era analógica, las gestoras de derechos de autor encontraron una manera muy simple de sacar dinero a las copias: impusieron un canon a los productos que permitían realizarlas, como fotocopiadoras y radiocasetes, para compensar a los autores por los ingresos que dejaban de percibir. Los usuarios realizaban una única copia, en una cinta de audio o de vídeo, y lo hacían en el momento en que la productora elegía (normalmente, meses después de que se estrenara en EEUU). Pero la era digital permite la multiplicación instantánea, infinita y sin pérdida de calidad de esas obras.

Así, cuando el 11 de diciembre se estrene en EEUU Avatar, la última y esperadísima película de James Cameron, cualquier internauta español podrá disfrutarla simultáneamente en su ordenador porque ya estará disponible en las redes de intercambio de archivos P2P, un inmenso bazar digital donde los usuarios suben canciones, películas o series para compartirlas con otros millones de internautas. No lo hacen gratis, en todo caso, porque pagan un canon por su disco duro o el CD donde graban esas obras. Pero el canon está en caída libre: la SGAE ingresó por este concepto 16 millones de euros en 2008, un 22% menos que el año anterior.

Ante este panorama, desolador para la industria cultural tradicional, el PP y el PSOE han barajado decenas de fórmulas para conciliar el derecho de los autores a proteger sus obras, el de los productores a explotarlas y el de los internautas a copiarlas. Y han fracasado. Lo han intentado con estudios, reuniones, comisiones interministeriales, anteproyectos fracasados y leyes más o menos consensuadas. Pero sus intentos han sido frenados, en todas las ocasiones, por los internautas españoles, en una serie de movilizaciones que no tienen precedentes en el resto del mundo.

El primero en intentarlo fue el PP, en 2001, con su LSSI (Ley de Servicios de la Sociedad de la Información). El Ministerio de Ciencia y Tecnología facultaba a una ambigua 'autoridad competente' a clausurar páginas sin la intervención de los jueces. El PP explicó entonces que lo que intentaba era encontrar un mecanismo rápido para cerrar las web donde se refugiaban terroristas y pederastas. El problema era que la redacción de la ley abría la puerta a la censura. Y la Red no lo toleró.

Los protagonistas de aquella protesta fueron la Asociación de Internautas (AI) y Kriptópolis, donde se agrupaban abogados defensores de los ciberderechos y hackers. La campaña No a la LSSI pronto se hizo muy popular en la Red, hasta el punto de que la AI recibía cada día 'más de 5.000 comentarios sobre la ley', recuerda su presidente, Víctor Domingo. El Ministerio invitó a Domingo y a los miembros de Kriptópolis a diversas reuniones en las que trataron de convencerles de que aceptaran la medida. No tuvieron éxito. 'Nos decían que sólo intentaban frenar las actividades delictivas. Pero el que decidía quién cometía delitos no era un juez', explica Carlos Sánchez Almeida, abogado especialista en ciberderechos y miembro entonces de Kriptópolis.

La movilización internauta se intensificó y, finalmente, la famosa 'autoridad competente' se cayó de la ley. Era la primera vez que un colectivo indefinido, difuso, desorganizado e ingobernable, el de los internautas, se unía como un solo grupo para luchar por una causa común.

A por las web de enlaces

Los autores dieron por perdida la batalla, pero no la guerra. Han intentado frenar las descargas con espectaculares redadas policiales contra las páginas que enlazan a contenidos protegidos por derechos de autor, que es donde los internautas buscan las obras. Pero se han encontrado con la insistencia machacona de los jueces: ya hay cuatro sentencias firmes y una decena más recurridas que explican que esas páginas no albergan los contenidos, sólo indican dónde se encuentran y, por tanto, no pueden ser cerradas. Así que los autores han vuelto su mirada, de nuevo, al Gobierno. Si los jueces no dictan sentencias justas, habrá que cambiar las leyes.

El lunes se conocía una disposición final, introducida en la Ley de Economía Sostenible, que crea un órgano administrativo, dependiente del Ministerio de Cultura, que puede cerrar páginas. La movilización en Internet ante la medida deja pequeña a la de 2001 y, de hecho, ha sido la mayor que se recuerda en España. Blogueros y periodistas redactaron un manifiesto de 10 puntos, que en unas horas estaba colgado en cientos de miles de páginas web. En la red social Facebook se creó un grupo que apoyaba el manifiesto y que logró unas mil adhesiones en una hora; en tres días ha conseguido 120.000. La ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, llamó el miércoles a los autores del manifiesto, que retransmitieron la reunión en directo a través de la página de mensajes Twitter, lo que significa que la ministra no se reunió con ellos; se reunió con todo Internet.

La movilización virtual fue de tal calibre que José Luis Rodríguez Zapatero ha desautorizado a su ministra y ha anunciado que el Gobierno no cerrará páginas web. Pero esta guerra, que dura ya ocho años, se prevé muy larga. EEUU y la UE están presionando con fuerza a España para que mejore la protección de la propiedad intelectual, y el Gobierno está decidido a hacerlo durante los seis meses de su presidencia europea.

No contará con la ayuda del PP, que ya ha anunciado que rechazará una medida que, de hecho, es muy similar a la que el Gobierno de Aznar intentó aprobar en 2001. Y los internautas no olvidan. 'El PP está sólo haciendo oposición, como el PSOE antes que ellos', resume Domingo.

Los autores confían en que los políticos no cedan a la presión del 'lobby internauta', como ya lo llaman, sólo preocupado por seguir descargándose sus obras. 'No es una cuestión de ver películas gratis', replica el bloguero y profesor Enrique Dans, uno de los autores del manifiesto: 'Lo que ocurre es que están intentando prescindir de la figura del juez. Y no hay lobby internauta', añade. 'Los autores del manifiesto no son los mismos que crearon el grupo en Facebook, que tampoco son los mismos que siguieron la reunión en Twitter ni los que se manifestaron el viernes en toda España. Es un movimiento en red. Y eso es algo que los políticos tendrán que empezar a entender'.

Joan Navarro, director de la Coalición de Creadores

Tras cuatro días de excitación que han arrastrado a los medios de comunicación, tan necesitados de novedad y espectáculo, se empieza a imponer una idea tan obvia como revolucionaria: en Internet también se cometen delitos.
Todos los meses las autoridades españolas cierran redes de pornografía infantil y páginas que incitan a la violencia. Para lograrlo, se han modificado leyes anticuadas para Internet.
El Gobierno español ha planteado acabar con las redes de distribución de obras robadas a sus autores a través de Internet. Redes como la que la Policía detuvo ayer distribuyendo un catálogo de más de 30.000 obras que le reportaban beneficios superiores a 12.000 euros al mes. Obras robadas, sí, porque esos beneficios suponen pérdidas de cientos de millones, miles de puestos de trabajo destruidos todos los años y, lo que es peor, la eliminación de todo valor económico, pero sobre todo afectivo y moral, de cualquier creación intelectual.
Nunca hemos estado tan cerca, escondidos tras la bandera de la libertad en la Red, de empobrecer la cultura de un país.
Es falso, es decir, es mentira, que estemos ante un conflicto entre derechos. No existe el derecho a la libertad de expresión con creaciones ajenas. No hay que cerrar ningún blog, salvo que se obstine en ganar dinero con la publicidad que le genere el trafico de enlaces a obras sin el permiso de sus autores. Y si lo tiene que cerrar un juez, que lo haga, eso sí, rápido.
Internet es un inmenso espacio de libertad, gracias al cual millones de personas tienen acceso a la cultura y la información. Lo mejor que podemos hacer por esa libertad es impedir que se abuse de ella.

 

Javier de la Cueva, abogado especializado en nuevas tecnologías

La última cifra sobre la importancia económica de las industrias culturales, según el BOE del 21 de noviembre, es de “cerca” del 4% del PIB. Al Gobierno le preguntaría lo siguiente:
¿Cuánto de cerca? ¿Cuál es el desglose de ese porcentaje? ¿Es verdad que en dicha cifra se incluyen el fútbol y los toros? Además, le preguntaría cuántos autores tienen más de 65 años y de qué viven, qué porcentaje de autores ingresan por derechos de propiedad intelectual más que el salario mínimo profesional y cuántos cobran más canon del que pagan. Y no sólo eso. El Gobierno debería explicar por qué toda la actividad estatal paga canon a asociaciones privadas, por qué la contabilidad nacional no desglosa los gastos de propiedad intelectual pero sí los de la industrial, y cuánto pagan las administraciones públicas por el famoso canon. Y respecto a la polémica generada esta semana, ¿por qué el anteproyecto de la Ley de Economía Sostenible se filtró antes a los medios que a los ciudadanos? ¿Por qué los ministerios de Economía y Hacienda y de la Presidencia ocultaron en sus anuncios esta parte del anteproyecto? ¿Qué vínculos unen al Gobierno y su partido con el lobby de la industria del entretenimiento? ¿A cuánto ascienden las subvenciones del sector y cómo se reparten?
A la oposición le pediría que fuera eficaz, que exigiera y obtuviera del Gobierno estos datos y obligase a su publicación y actualización en Internet.
Y es que el debate que nos ocupa ahora no trata de P2P: trata de si el Gobierno vulnera los derechos fundamentales para mantener una industria obsoleta cuyos datos económicos no hace públicos.

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