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Así muere una estrella

Por primera vez, los científicos han tenido la oportunidad de presenciar en directo la explosión de una supernova

JAVIER YANES

El tiempo astronómico se mide en periodos tan largos que la propia palabra se usa en lenguaje coloquial para definir algo que es inmenso o muy prolongado. Pero no todo en el espacio se cuantifica en miles de millones; la explosión de una estrella masiva para convertirse en supernova ocurre en un plazo tan breve que hasta ahora los científicos sólo habían podido detectar estos fenómenos días o semanas después de producirse, cuando la desintegración de los restos radiactivos produce una intensa luminosidad. Capturar el momento preciso era algo que, ante la imposibilidad de predecir estos sucesos, sólo puede lograrse por puro azar.

Precisamente esto es lo que ocurrió el pasado 9 de enero, mientras Alicia Soderberg y sus colaboradores, de la Universidad de Princeton (EEUU), estudiaban la emisión de rayos X de una supernova que estalló un mes antes en la galaxia espiral NGC 2770, situada a 90 millones de años luz de la Tierra, en la constelación del Lince. Cuando el satélite Swift de la NASA registraba la agonía de la SN 2007uy, algo sucedió en otro punto de la misma galaxia: un súbito y brillante estallido de rayos X que se prolongó durante cinco minutos. Así nacía, ante los ojos de los científicos, la supernova SN 2008D. Según Soderberg, “estábamos en el lugar correcto, en el momento adecuado, con los telescopios apropiados, y fuimos testigos de la historia”.

El nacimiento de una supernova supone la muerte de la estrella que la origina, un astro masivo –más de ocho veces la masa del Sol– al que le espera una corta vida. Al agotarse su combustible, su materia se colapsa víctima de su propia gravedad, metamorfoseándose en otro objeto, una compacta estrella de neutrones. La compresión rebota para explotar en una onda de choque que se expande, atravesando las capas gaseosas externas y dispersando los añicos de materia estelar hacia el cosmos. Se trata de un fenómeno raro, que sólo se repite unas pocas veces por cada galaxia y siglo. Los modelos manejados por los astrónomos predecían que la brutal explosión de la supernova debía iniciarse, antes de su firma luminosa, con el disparo de una espectacular andanada de rayos X. La predicción ha resultado cierta.

En cuanto los científicos detectaron el suceso, transmitieron la primicia a observatorios de todo el planeta y su órbita. Hubble, Chandra, VLA, Gemini, Keck I o Monte Palomar, entre otros, dirigieron sus ojos hacia la radiante explosión estelar para registrar cada segundo de la evolución de la supernova y cada variación en sus constantes, analizando su emisión óptica, ultravioleta, de rayos X y ondas de radio. El estudio es un trabajo de colaboración de 27 instituciones en nueve países.

Según los científicos, sus conclusiones –que se publican hoy en Nature– pueden generalizarse a otros estudios de este tipo de erupciones galácticas. “Va a ser la piedra de Rosetta de las supernovas en los años venideros”, dice Soderberg. Los investigadores esperan que, en el futuro, rastreos de rayos X de campo amplio permitan convertir lo que ha sido una afortunada casualidad en una observación sistemática.

 

Los científicos saben que el vacío intergaláctico no es tal, sino que las galaxias están dispuestas en una estructura reticular de filamentos que forma la columna vertebral del Universo. En esta malla cósmica tratan de localizar la ‘materia perdida’ de cuya existencia están seguros, pero que aún no han logrado detectar. Dejando de lado la elusiva materia oscura, una gran cantidad de materia ‘normal’ –técnicamente llamada bariónica, o formada por átomos– escapaba aún al escrutinio del espacio. El trabajo conjunto de dos telescopios espaciales, Hubble y FUSE, ha logrado ahora revelar una porción de esta materia bariónica perdida que los astrónomos de la Universidad de Colorado (EEUU) estiman en la mitad del total. Según publican en ‘Astrophysical Journal’, han empleado la luz de 28 quásares –corazones galácticos brillantes–, abarcando 4.000 millones de años luz, para iluminar estos filamentos formados por átomos de hidrógeno y oxígeno, de un modo parecido al resplandor de un faro iluminando la niebla, que es invisible en la oscuridad. Los científicos aseguran que el nuevo instrumento COS, que se instalará en el Hubble este año, permitirá localizar más ‘materia perdida’.  

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