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JUAN SEBASTIÁN CÁRDENAS

Pocas situaciones me parecen admisibles. Una situación que me parece admisible es la del teléfono que suena. Si un teléfono suena hay dos opciones, alguien contesta o nadie contesta. Si nadie contesta hay otras dos opciones, la persona que podría contestar tiene motivos para no hacerlo o bien la casa está vacía. En todo caso, el timbre del teléfono tiene tiempo de sonar hasta en el último rincón de la casa. Como las cosas modernas no tienen pelos ni carne, no se les pueden poner los pelos de punta ni la carne de gallina. A lo sumo las cosas modernas acumulan electricidad estática alrededor de sus cuerpos, de modo que, horas después, cuando alguien por casualidad las roza con la punta de los dedos, salta una chispita y se produce un calambre. Es su manera de avisar que ha estado sonando el teléfono. Alguien podría sugerir la presencia de un perro en la casa, un perro que, sin levantarse de su sitio junto al sofá, alzara una oreja y moviera la cola. Pero no es una buena sugerencia porque sé de un perro que puede contestar el teléfono. Es el perro de un amigo ciego. Cuando llamo por teléfono a este amigo ciego primero debo hablar con el perro y preguntarle cómo está. Teléfono fijo. Esa antigualla. Por otro lado, si se da el caso de que hay alguien en la casa que tiene motivos para no contestar sólo existe una situación admisible: que esa persona no conteste el teléfono porque se supone que no debía estar allí. En la casa de unos amigos había una empleada del servicio que lo hacía todo bien pero nunca contestaba el teléfono. A veces los patrones se cansaban de llamar pero la empleada no contestaba. Estuvimos llamando, le decían. Y ella, muda. ¿Por qué no contestó? ¿Dónde estaba? Y ella: aquí, señora, estaba aquí limpiando. ¿Y por qué no contestó? Y ella, muda. Mis amigos eran muy comprensivos y no querían echarla porque hacía todo bien. Fue ella la que se marchó. Un día se despertaron y había desaparecido. No se robó nada. Al contrario, salió con tanta prisa que dejó algunas cosas que para ella debían de ser valiosas, entre otras, un anillo de plata, un tarro de talcos perfumados y una foto descolorida en la que se veía a un grupo de niños felices posando junto a un cerdo con las tripas al aire. Nadie recuerda cómo se llamaba esa empleada. Mis amigos tuvieron la precaución de guardar sus cosas en una caja, por si algún día regresaba por ellas. Esa es para mí la mejor situación admisible: la empleada barre meticulosamente el suelo y de repente suena el teléfono. Ella se yergue como un perrito de las praderas, apoyada en la escoba. Ella sí tiene carne de gallina y los pelos de punta. Tensa, continúa barriendo. Siente que no debía estar allí. El teléfono sigue sonando. Ella desaparece. Sólo quedan sus cosas guardadas en una caja, a la espera de que la mujer vuelva algún día a reclamarlas. Pero ella no vuelve. Y eso es perfectamente admisible.

Lo que no es admisible desde ningún punto de vista es que alguien esté donde se supone que tiene que estar. Yo, por ejemplo, procuro no estar cada vez que llaman. Si algún día llego a darme cuenta de que estoy aquí, es posible que me ponga tenso. Aunque lo normal es que la gente llame y yo atienda el teléfono, como si estuviera aquí. Cuesta mucho fingir que uno sí está cuando lo llaman por teléfono. Decir aló y hacer mhh cada vez que uno quiere remarcar que está siguiendo el hilo de lo que le están contando. Mhhh. Si uno no hace mhhh la persona que está al otro lado de la línea podría ponerse tensa. El otro día llamé a mi amigo ciego. Contestó el perro, como de costumbre. Le pregunté cómo estaba y le pedí que me pasara con aquel. Pensé que no estabas, dije cuando se puso al aparato. No salgo sin mi perro, ¿te olvidás?, contestó. Por un momento imaginé que no estabas y te llamé, le dije. Mi perro puede salir sin mí, pero yo no puedo salir sin mi perro. Eso dijo. Y en ese momento empecé a contarle que últimamente me preocupaba saber qué cosas eran admisibles y qué cosas no lo eran. Al principio de mi relato él iba haciendo mhh en cada pausa que yo dejaba abierta para que él introdujera la marca: mhhh. Pero después de unas cuantas frases ya no lo hizo más. ¿Aló? No hubo respuesta. Insistí: ¿aló? ¿Seguís allí? Y nada. Entonces dije en voz alta: se cortó. Escuché mi voz diciendo 'se cortó'. Volví a llamar. Contestó el perro. Lo saludé y le pedí que me pasara a mi amigo ciego. Se cortó, me dijo aquel cuando se puso al aparato. Pero en lugar de dejarme seguir con mi historia me invitó a que lo visitara en su casa esa misma tarde. ¿Y acaso vas a estar en tu casa?, le pregunté. Quiero decir, ¿vas a estar allí cuando yo vaya? ¿Nos vamos a encontrar? Todo me parecía tan emocionante que casi no podía hablar. Ven ahora mismo, dijo. Sin perder un solo segundo colgué, salí a la calle y tomé un taxi. Mi amigo vivía al otro extremo de la ciudad, en un barrio muy humilde. El taxista me dijo que normalmente no iba a esa zona porque era muy peligrosa y añadió que se vería obligado a cobrarme una tarifa extra. Después de una escueta negociación me mostré conforme con el precio. El taxi olía a orines de gato. El taxista lo sabía y echaba a cada rato un ambientador con un embriagador aroma a frutas tropicales. Hacía mucho calor. El taxi no tenía aire acondicionado, así que abrí la ventanilla. La brisa fresca hizo menos insoportable el calor y cuando ya empezaba a disfrutar del paseo sentí que mis pies chocaban con algo. Era una caja de cartón cerrada con una pita de cabuya. Intenté y no pude ver a través de unos agujeritos que habían sido practicados en el cartón. Desanudé la pita y abrí la caja. Había dos pollitos amarillos. Uno vivo y otro muerto. El que seguía vivo parecía resuelto a seguir los pasos del otro. De entrada me pareció una situación admisible y, sin embargo, quise consultarlo con el taxista. A él le pareció la cosa más admisible del mundo. Dijo que seguramente otro cliente se había olvidado sus pollitos y que con semejante calor era apenas normal que se estuvieran asfixiando. Cerré las tapas de cartón, volví a hacer el nudo y dejé la caja a mis pies, tal como la había encontrado. La tarde empezaba a caer. El sol se ocultaba a toda prisa, como suele suceder aquí. Dónde estamos, dije, vamos en otra dirección, la casa de mi amigo queda hacia allá. Y señalé el cerro con las casitas. Tenemos que entrar por detrás, contestó el taxista, será lo más seguro a esta hora.

Después de muchas vueltas llegamos al barrio donde vivía mi amigo. Para entonces ya era casi de noche. Nos detuvimos frente a la casa de mi amigo. Pagué el precio convenido. A duras penas había puesto los pies en la acera cuando el taxista hizo chirriar las llantas de su carro, que salió despavorido calle abajo y se perdió en una esquina. No había nadie en toda la cuadra, aunque no estoy muy seguro de esto último porque el alumbrado público era escaso. Me acerqué a la puerta y toqué el timbre. Pasó un minuto. Nadie abrió. Volví a tocar. Pasó otro minuto. Nada. Volví a tocar, esta vez con insistencia. Pasó otro minuto. Nadie abrió. Di unos pasos en dirección a la acera. Ni un solo movimiento en toda la cuadra. Me acerqué de nuevo a la puerta. Toqué el timbre una, dos, tres veces. Entonces, por fin, la puerta se abrió. Salió a recibirme el perro, que me hizo pasar a una sala oscura. Avancé con mucha dificultad, tropezando con las cosas. ¿Puedo encender la luz?, dije. Aquí no hay luz, contestó mi amigo ciego, no me hace falta. Podía escucharlo pero no verlo. Dónde estás, pregunté. Aquí, dijo. ¿Dónde?, insistí. Aquí, aquí. ¿Dónde? Aquí, estoy aquí. Era como hablar por teléfono. En cuanto encontré una silla me senté. Ahora ya estoy sentado aquí, dije, por si querés acercarte. Hubiéramos seguido así toda la noche, pero sonó el teléfono. Sonó varias veces. Por supuesto nadie contestó, ni siquiera el perro, que a todas estas se había echado a mis pies. Nos quedamos mudos. Se suponía que no debíamos estar allí. Tampoco había por qué ponerse tenso. Sólo era cuestión de escuchar atentamente. El teléfono tardó un rato largo en dejar de sonar. Luego la casa se quedó en silencio. ¿Seguís allí?, dijo mi amigo al cabo de unos minutos. Sí, dije yo, aquí sigo. Menos mal, dijo mi amigo. Sí, menos mal, dije yo. Menos mal.

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