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Godoy, el ministro codicioso que 'legalizó' la invasión francesa

Su pleitesía ante Francia y su descrédito personal le acarrearon un amargo final del que el rey Carlos IV no pudo salvarle

BEATRIZ LABRADOR

En las postrimerías del siglo XVIII, la Revolución Francesa (1789) sacudió los cimientos de las monarquías europeas anunciando una nueva era. Al igual que el resto, España también tembló. Todos los soberanos temieron el contagio revolucionario... y, con el tiempo, algo peor, acabar como Luis XVI: en la guillotina.

En Madrid, el inexperto Carlos IV, que acaba de subir al trono, debe hacer frente a las convulsiones que llegan desde más allá de los Pirineos y a una profunda crisis económica. La Hacienda Pública está en bancarrota, la inflación es imparable y los ingresos procedentes de las colonias en América, fundamentales para la Corona, se reducen un 40% por el acoso de los barcos ingleses.

El rey necesita un hombre fuerte a su lado en quien apoyarse, pero desconfía -y además siente que le desprecian por su débil carácter- de Floridablanca y de Aranda, los poderosos ministros que fueron leales a su padre, Carlos III.

Ese hombre será Manuel de Godoy, un joven extremeño de origen hidalgo que había ingresado en la Guardia de Corps (cuerpo destinado al servicio del monarca) en 1784. Desde que llegó a la Corte, Godoy, codicioso, trabajó para ganarse la confianza de Carlos -aún príncipe de Asturias- y su esposa, María Luisa de Parma.

El joven Godoy obtuvo sus frutos y comenzaron a otorgarle honores sin parar: mariscal, sargento de la Guardia, duque de Alcudia, caballero del Toisón de Oro... Hasta que, en 1792, Carlos IV le nombró Ministro Universal y le entregó las riendas de España. Desde entonces y hasta su caída en 1808, dirigió con determinación los designios del país y la voluntad de los monarcas.

Su fulgurante ascenso social y político -¡de soldado raso, a ministro en menos de una década y con tan sólo 25 años!- y su capacidad de influencia le granjearon el odio profundo del hijo del rey, Fernando, que ansiaba heredar el trono. El joven príncipe no quería rivales y comenzó a propagar el rumor -con fundamento o no, no existe consenso entre los historiadores- de que el ascenso de Godoy se debió a más a sus méritos en la cama de la reina que a sus aptitudes personales. Por ello, las clases populares hicieron del ministro blanco de sus críticas, mofas y dardos envenenados.

A las ofensas, también hay que sumar las enemistades que Godoy cultivó: encolerizó a la Iglesia por desamortizar bienes eclesiásticos y enfureció a la nobleza por aumentar los impuestos al tratar de paliar la crisis. Al final, el pueblo acabó volcando en el ministro todas sus iras debido a las hambrunas, las estrecheces y las dificultades por las que atraviesa el país. En definitiva, Godoy y los propios reyes cayeron en una espiral de desprestigio social imparable. El ministro por intrigante, incompetente y ambicioso, la reina por casquivana y frívola, y el rey, por calzonazos.

 

En el terreno militar y de política exterior, Godoy tampoco logró mejorar su imagen pública. En 1793, se alió con Inglaterra para declarar la guerra a la Convención Francesa en un intento por frenar los aires revolucionarios y castigar así a los responsables de la muerte de Luis XVI. Pero, tras dos años de inútiles desastres bélicos, el ministro firmó la Paz de Basilea. España perdió la isla de Santo Domingo y Godoy ganó el título de príncipe de la paz.

A partir de entonces, la política de Godoy se orientó a consolidar la alianza franco-hispana contra Inglaterra, que amenazaba constantemente a las colonias españolas. Se firmaron los Tratados de San Ildefonso -pactos de defensa y ataque mutuos- que obligaron a España a entrar en guerra con Portugal en 1801, tras exigir Napoleón la colaboración española. Paralelamente, los combates con los ingleses, fundamentalmente marítimos, continuaron sin tregua.

El error (o traición) de Godoy

En 1807, Godoy cometió lo que quizá fue su mayor error político: firmar con Napoleón el Tratado de Fontainebleau por el que se otorgaba derecho de paso por la península a las tropas francesas, teóricamente sin detenerse, hacia Portugal.  Con el tratado, tácitamente se legalizó la invasión de España. A Godoy, nunca se le perdonó su falta de cálculo de las verdaderas intenciones napoleónicas, ni su actitud de hiriente pleitesía ante Francia para conseguir prebendas personales. Todo porque Bonaparte le había prometido el Algarve y el Alentejo en pago a sus servicios. Ésta fue la gota que colmó el vaso.

El futuro Fernando VII aglutinó a los descontentos con Godoy y comenzó a conspirar para arrebatarle el poder. Al final lo consiguió, en 1808, en el Motín de Aranjuez.

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