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¡Están locos estos romanos!

Durante el Imperio, la calvicie se consideraba deshonra, se colgaban escorpiones de las ventanas y se practicaba la pederastia

BEATRIZ LABRADOR

Piense en los romanos. Ésos a los que Obélix no se cansaba de llamar locos. Quizá acuda a su mente la imagen sudorosa de Charlton Heston conduciendo una cuádriga, o de Robert Taylor y Deborah Kerr viviendo una apasionada historia de amor mientras Peter Ustinov, en la piel de Nerón, prende fuego a Roma.

¿Pero qué tienen de real Ben Hur o Quo vadis? ¿Hasta qué punto son fieles a la realidad de la Roma imperial? ¿Dónde termina la historia y empieza la edulcoración? Es difícil marcar la frontera, pero Hollywood, como en muchos otros temas, ha contribuido a generalizar un estereotipo dejando fuera de plano las aristas más incómodas. Por ejemplo, la tolerancia a la pederastia, la crueldad de algunos castigos romanos o el omnímodo poder del padre sobre su descendencia, que provocó que el parricidio se estableciese como una 'costumbre' relativamente frecuente.

Era el pater familias el que decidía desde el primer momento el destino de su prole. Cuando nacía un niño en el seno del matrimonio, la matrona lo depositaba a sus pies. Si el padre lo recogía significaba que le aceptaba en la familia, pero si lo ignoraba prácticamente firmaba su sentencia de muerte.

Las relaciones paterno-filiales

El recién nacido era abandonado en la vía pública, donde solía perecer, o era recogido por los tratantes de esclavos, que lo alimentaban hasta poder venderlo. Eran los hijos 'expuestos', los hijos expósitos. Ningún bebé con malformaciones se libraba de este destino, ni tampoco los que nacían en una familia con dificultades económicas. En algunas ocasiones, el recién nacido era rechazado por sospechas de adulterio.

Con el paso del tiempo, la relación paterno-filial se desarrollaba basada en un profundo respeto no exento de temor. El domine (la manera correcta de dirigirse al padre) tenía siempre la potestad de decidir la suerte de sus hijos.

Cualquier hombre, independientemente de su edad o estado civil no era considerado ciudadano romano con todos los derechos hasta que su progenitor moría. No podía casarse sin autorización, ni firmar contratos, ni disponer de un patrimonio propio. El padre era el juez de su dicha o su desgracia.

Ciudadanos supersticiosos

El domine no sólo decidía sobre sus hijos, sino también sobre los esclavos que vivían sobre su techo. Podía ordenar su ejecución u otorgarles la libertad para que pudiesen formar su propia familia, enterrar a sus muertos y convertirse en libertos, como eran la gran mayoría de los comerciantes o artesanos. Eran la base de la clase media, algo más acomodada que la plebe, formada por esclavos y asalariados que se alimentaban fundamentalmente de pan y nabos.

Sin embargo, la pompa y el boato escondían una sociedad que se movía a base de sobornos y tráfico de influencias. Los notables ignoraban la ley y se dedicaban a la usura. Eran las cabezas visibles de un imperio formado por millones de ciudadanos supersticiosos, que temían a las tormentas y que consultaban a oráculos y augures cualquier sueño.

Entre las costumbres cotidianas, algunas rarezas. Los romanos salían de casa con el pie derecho y colgaban escorpiones de sus ventanas para pinchar los ojos de los envidiosos. Enterraban a sus muertos a la orilla de las calzadas, decoradas con guirnaldas, para que los transeúntes admirasen sus tumbas y los muertos se mantuviesen al tanto de quién entraba y salía de la ciudad.

Ocultaban su calvicie con pelucas y postizos, mientras que ellas esperaban poder ver de lejos a la mujer del emperador, que era quien dictaba la moda, para copiar su peinado o su tinte de pelo, que generalmente solía ser rojo. Una sociedad chismosa, aficionada al libelo y, en algunos aspectos, decadente a nuestros ojos. Quizá en el fondo tenía razón Obélix y estos romanos estaban locos.

Los romanos toman Madrid

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