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El desembarco de los impresionistas

Bajo el título Impresionismo. Un nuevo Renacimiento, la fundación Mapfre recibe el mayor préstamo que el Museo dOrsay jamás ha hecho de sus pinturas maestras, para arrancar su periplo mundial

JESÚS ROCAMORA

'La idea fundamental era afrontar el impresionismo desde una perspectiva diferente. Siempre nos han contado su historia como una historia de buenos y malos. Nos han dicho que había unos pintores de salón, que eran los malos, completamente reaccionarios. Y que los buenos eran los impresionistas', recuerda Pablo Jiménez, comisario general, junto a Guy Cogeval, director del Museo dOrsay, de la ambiciosa exposición dedicada a este movimiento, que le dedica a partir de mañana la Fundación Mapfre en Madrid. El Museo dOrsay, institución de referencia en impresionismo, presta las 90 obras que componen la muestra y pone su fondo a disposición por un módico precio que los organizadores prefieren no revelar ante el cierre de sus salas por reformas. El título elegido aclara la perspectiva con la que se presenta la mirada diferente a uno de los movimientos contemporáneos más conocidos: Impresionismo. Un nuevo Renacimiento.

Es decir: la exposición recorre la historia del impresionismo como un movimiento 'que exige volver a inventarse la pintura porque la tradición ya no sirve', dice Jiménez. Pero que no rompió del todo con el academicismo imperante, como suele contarse de forma simplista, sino que convivió con él. En la exposición hay obras imprescindibles para entender el impresionismo, como El pífano y La estación Saint-Lazare de Manet o El columpio de Renoir, que conviven con otras piezas y artistas que evocan estampas más clásicas (Bouguereau y su Venus) e incluso simbólicas, como el misterioso Moreau, fuente de imaginación posterior para los surrealistas.

'Les unía que no tenían un lugar donde exponer', dice Jiménez

Pero Renacimiento también hace referencia a una época fecunda y extraordinaria, en la que coinciden nombres como Manet, Monet, Reonir, Sisley, Pisarro y Cézanne: 'La idea era fundar nueva pintura que sirviera para el mundo moderno, que es el mundo en el que todavía vivimos'. Si el arte del XIX estuvo marcado por una pintura de ideales, como la belleza o la virtud, el impresionismo es 'una pintura de sensaciones. No hay cosas ciertas en las que amarrarse en la vida, porque todo pasa y las cosas nunca son como hace media hora: la vida moderna ha introducido el tiempo. Ya no valen las imágenes fijas', dice Jiménez mientras recorre con este periódico las dos plantas que ocupan la exposición. En la primera se pueden rastrear los primeros años del movimiento, sus raíces y conexiones. La segunda está dedicada al color en su esplendor.

Es Édouard Manet (1832-1883) el encargado de vertebrar el recorrido de la exposición desde su inicio con el imprescindible El pífano (1866). Las primeras salas están dedicadas al nacimiento de un grupo de pintores que 'no tenían nada más en común que el entusiasmo, la convicción de que había que hacer una pintura que fuera de verdad, que no estuviera llena de elaboraciones, de recursos. En realidad, les unía que no tenían un lugar donde exponer, así que se reunieron para ello', dice Jiménez. Obras como La Escuela de Batignolles (Fantin-Latour) y El taller de Bazille (Bazille) muestran al público a un grupo de pintores, que incluye a Renoir, Monet y el propio Bazille, alrededor de Manet. Junto a obras todavía clásicas, como Reunión familiar, de Bazille, ya se pueden ver cuadros que marcarían el movimiento, como La urraca, de Monet.

'El impresionismo se inventó de nuevo la pintura contra la tradición'

El pífano sirve también para conectar a Manet con España, ya que es un cuadro fruto de su vuelta a la Península. 'Y está absolutamente fascinado por su descubrimiento de la escuela española, fundamentalmente de Velázquez, un pintor que simplifica lo que quieren hacer los modernos'. Aquí comparte espacio con otros pintores no impresionistas influidos por la escuela española, como Arreglo en gris y negro número 1, de James Whistler, o los retratos de Carolus Duran y la imponente imagen a caballo del general Prim de Regnault, puro Velázquez.

La exposición no elude el contexto político en que nació el impresionismo, 'en un momento histórico horroroso, trágico, donde coinciden la guerra franco-prusiana y el año de la Comuna de París', dice Jiménez. De nuevo, artistas no impresionistas, como Pierre Puvis de Chavannes y Gustave Doré, también tienen cabida.

El esplendor del impresionismo está marcado por el color y la luz que reinan en la segunda planta de la Fundación Mapfre. Como movimiento, buscó en la naturaleza su refugio y 'en el campo su paraíso frente a una ciudad despiadada'. La épica de Breton o la lírica de Millet está patente en las escenas rurales, incluso en las primeras representaciones artísticas del proletariado (Acuchilladores de parqué, de Gustave Caillebotte). Es la vida moderna, que avanza imparable: escenas de luchadores que muestran 'nuevas formas de ocio de la gente, porque hay una ciudad nueva y distinta' o estilos de vida acorde con ella (Retratos en la Bolsa, de Degas, que también pintó desfiles de caballos y escuelas de danza).

La explosión dejará al público en éxtasis cromático: Pisarro, Cezanne (Puente de Maincy), el mejor Monet (La estación Saint-Lazare) y, claro, Manet para cerrar el círculo: 'Porque su pintura evoluciona. Es el pintor que marca todo'.

La reorganización del museo impresionista de referencia ha beneficiado a los espectadores españoles, ya que el d’Orsay mueve sus maravillas para poder reformar las salas de una institución que se fundó en 1986. Con el préstamo de la colección financiarán el coste de la rehabilitación. Más de 200 pinturas viajarán por varios países durante un año para recaudar un lavado de cara del museo. A la Fundación Mapfre de Madrid llegan 90, pero no quieren decir por cuánto.

Paul Cézanne

‘Puente de Maincy’ (1879) es una de las obras encargadas de cerrar la exposición. Sus formas geométricas y la paleta de colores sirven de prólogo a las corrientes vanguardistas que vendrían detrás del impresionismo, en concreto, pueden rastearse en el cubismo de Picasso y Juan Gris. Sus enseñanzas también están muy presentes en la obra de posimpresionistas como Vincent van Gogh y Paul Gauguin. 

Claude Monet

‘La estación Saint-Lazare’ (1877) ocupa uno de los lugares destacados de la exposición. La pintura muestra “al mejor Monet”, según Pablo Jiménez, comisario general de la exposición: colores azulados y malvas, atmósfera brumosa y siluetas en movimiento para ilustrar el bullicio de la ciudad moderna, frente a la luz y el colorido del campo.

Gustave Caillebotte

‘Acuchilladores de parqué’ (1875) muestra algo no visto hasta entonces en la pintura: el proletariado y su estilo de vida. Los impresionistas, herederos de las estampas rurales de Breton y Millet, ya habían mostrado con valentía el trabajo de campesinos de las zonas rurales, así que este lo siguiente fue el proletariado.

James Whistler

‘Arreglo en gris y negro número 1’ (1871) es, según Jiménez, “el cuadro más importante del siglo XIX para los norteamericanos”. Muestra la influencia que la escuela española, fundamentalmente Goya y Velázquez, tuvo no sólo en los pintores impresionistas: “aquí está el retratado sobre un fondo sin nada más”. Según Jiménez, lo que fascinaba a los impresionistas de Whistler es que era un artista “que simplificaba”.

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