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Polanski, el embaucador

RUBÉN ROMERO

El escritor (The Ghost Writer)

Director: Roman Polanski

Intérpretes: Ewan McGregor (El fantasma), Pierce Brosnan (Adam Lang), Jon Bernthal (Rick Ricardelli), Kim Cattrall (Amelia Bly), Tim Preece (Roy), Jim Belushi (john Maddox), Olivia Williams (Ruth Lang), Timothy Hutton (Sidney Kroll), Tom Wilkinson (Paul Emmett), Maria

Clasificación: Pendiente por calificar

Género: Drama

Es imposible hacer una crítica aséptica y descontextualizada de El escritor, nueva película del cineasta Roman Polanski (París, 1933). En realidad, siempre es imposible hacerla, pero es en momentos como este en los que uno es más consciente de esto.

El 13 de abril de 1984, en el mítico programa Apostrophes de Bernard Pivot en el canal de televisión francés Antenne 2, Polanski dijo que sus tribulaciones darían sin duda para un gran guión cinematográfico y habló largo y tendido sobre la posibilidad de escribir una autobiografía: 'Mucha gente ha reescrito mi vida'.

Dotado de una capacidad para lo cenizo aumentada exponencialmente por un ego superlativo, Polanski ha acabado por convertirse, otra vez, en un personaje de su propio filme. Al poco de finalizar el rodaje de El escritor la historia de un ex primer ministro británico (interpretado por Pierce Brosnan) encerrado en su casa para evitar ser extraditado, que encarga a un joven escritor que 'reescriba su vida' el mismísimo Roman Polanski acabó sometido a un arresto domiciliario.

Una broma más del destino, una nueva anécdota que ejemplifica a la perfección lo que sostiene toda la filmografía del director de origen polaco: en un mundo sin referentes morales no existen fronteras entre realidad y ficción. La verdad es un relato tan válido como la mentira.

Todo es artificio y, por tanto, la verosimilitud depende de la capacidad para narrar o embaucar. A veces, como le ocurre en la película a Ewan McGregor, que interpreta al negro del primer ministro, ni siquiera tenemos derecho a tener nombre, esclavizados como estamos por quien nos utiliza. En los años sesenta y setenta, en la época en la que Roman Polanski rodó El quimérico inquilino (1976), La semilla del diablo (1968) o Chinatown (1974), este presupuesto parecía una pesadilla surgida del imaginario enfermizo de un creador singular.

Hoy sabemos que los enfermos de inocencia éramos nosotros: reducida nuestra experiencia con el mundo a las mediaciones visuales, la verdad traspasa a la mentira y viceversa. Todos mentimos. Todos nos mentimos. Como en sus mejores obras, también aquí esa incómoda certeza nos apabulla al salir de la sala. Esa y que Polanski es un poeta de este arte que llamamos cine. Una sola escena de este filme, una sola, esa que implica un GPS, demuestra que es capaz de manejar el ritmo y sus figuras con una economía que habría entusiasmado al mismísimo Alfred Hitchcock de Encadenados (de hecho, el escaso interés por los aspectos políticos del filme también es muy Sir Alfred).

Eso es lo que importa, por lo menos en esta sección. El resto, como le decía el detective Walsh a Jack Gittes en la escena final de Chinatown, hay que olvidarlo tan sólo es otra historia de Chinatown.

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