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El desnudo ya no es lo que era

En 'Muerte y reencarnación de un cowboy' , Rodrigo García vuelve al Festival de Otoño para intentar sembrar desazón al público que se acerca por primera vez a uno de sus montajes

PEIO H. RIAÑO

Con el ruido o con el silencio. Con la acción o con la reflexión. Con el cuerpo o con la palabra. Con la poesía o con la declaración... Con teatro o sin él. Con ropa o sin ella. En Muerte y reencarnación de un cowboy, Rodrigo García vuelve al Festival de Otoño para intentar sembrar desazón al público que se acerca por primera vez a uno de sus montajes. Los fieles siguen entregados.

El resultado de su esfuerzo es un trastorno ciclotímico, un teatro de extremos, en el que él y Juan Loriente y Juan Navarro en el escenario pasa de la euforia a la depresión, de la excitación a la aflicción, sin hacerlos coincidir. Una obra en dos, desde la esencia hasta la demostración: primero la que desafía al teatro de lenguas reprimidas y movimientos estudiados, con guitarras, violencia, sufrimiento, lucha y provocación; luego, verbo de robot de dos individuos idiotizados con ropas de cowboy (sin alusiones a EEUU: cualquiera puede ser un descerebrado con botas y sombrero).

Ha bajado revoluciones al tono del sermón político y quiere más con menos. No lo logra: en propuestas tan barrocas cuesta reducir elementos en escena. Gana audazmente el vídeo y la claustrofobia; y Carlos Marqueríe se luce con un trabajo de penumbras.

La palabra está más concentrada, pero el resto sigue siendo un ejercicio de pirotecnia salvaje. Literalmente, todo está a punto de estallar. El ruido se hace hipnótico, las guitarras descargan y los cuerpos se derrumban. Rodrigo está atrapado en un ejercicio de fuga de sí mismo tan apresurado, que roza la parodia del teatro de Rodrigo García. El ejercicio del desnudo ha perdido fuerza, es puro manierismo; la muerte animal se ha convertido en la caricatura de una necesidad, la de asustar al despistado.

Después de que la primera parte hizo su trabajo y expulsó de la sala al 20 % de los espectadores, llegó el discurso, con una nueva bravata: si queréis palabra, os quedaréis sin cuerpo. Rodrigo se ha puesto doble dosis de cinismo, mete a la pareja en sus cuitas y ataca las relaciones sociales con un existencialismo de urgencia, al que le falta la lúcida acidez de Agamenón. Volví del supermercado y le di una paliza a mi hijo (2003). Ahora más que nunca escribe contra el espectador cómodo. No uno en crisis, sino uno rabioso. El problema es que los rabiosos no llegan al final de la función.

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