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Paralelamente

RONALDO MENÉNDEZ*

Cuando los vio, comprendió que eran como torres y había que cargárselos. Ni siquiera en aquella isla recia en medio del Caribe era posible eludir la presencia de turistas gringos, rosados como cerdos, despejados como una página en blanco, insultantes como un mal consejo que se lleva oculto. Fue suficiente un cuarto de hora de seguimiento para echar en falta algo: él no llevaba pistola. Nunca había llevado pistola porque no la había necesitado, pero mientras su cuerpo se iba llenando de una furia acre en un intervalo imposible de medir en los relojes, iba aprendiendo que poseer una pistola es suficiente para anular la infancia de un hombre. O para regresarlo de golpe a esa infancia donde las armas matan sin matar. Observó por un instante aquellos pasos lentos antes de entrar en una tienda de artículos deportivos. Fue directamente hacia un bate de béisbol, de un aluminio tan pulido que su reflejo hería la vista como si se tratara de una comba de luz. Mientras pagaba, el dependiente mulato, embutido en shorts y camisa florida, le comentó que había hecho una buena elección, porque aquel bate era una réplica exacta del que siempre había usado el gran Agustín Marketi. Salió con la intención de retomar el hilo y se dio de golpe con que la ciudad era un laberinto y los turistas ya no estaban, los había perdido.

Fue apurando las zancadas, devorando la distancia con el bate fundido a la mano derecha. Los tuvo al alcance de la mano. Los fue rodeando, como cortándoles el paso con un paso al frente

Durante el resto de la tarde no perdió el tiempo. Bebió cuatro mojitos en la Bodeguita del Medio, cruzó la bahía y subió al faro, constatando que la ciudad era una red esquelética, de una armonía despintada que dejaba ver el dolor de los cuerpos en la intimidad de las vidas. Paseó por los barrios de Regla y Casablanca durante toda la noche, y aceptó con la superioridad de quien posee un arma de fuego los comentarios burlones acerca del contraste entre su enclenque condición y el robusto bate de béisbol que parecía una prolongación de su mano diestra. A mitad de la mañana, cuando le caía todo el peso de la vigilia, volvió a encontrarlos. Paseaban por la plaza Vieja, y aunque no había contacto físico entre ambos, parecía que evolucionaban tomados de las manos, como si flotaran. Maricones, pensó. No era un viento cuajado, no se nadaba en el viento, y aquellos dos sujetos idénticos como pájaros se desplazaban con la suavidad limpia de quienes viven una vida feliz. Los odió con persistencia y tranquilidad, entonces supo que ya no se le volverían a escapar.

Michelle tiene marido pero eso no importa. La he contratado de entre ocho candidatas para que sea mi asistente, que es lo mismo que decir secretaria, que es lo mismo que decir secretaria complaciente en todos los sentidos, incluido ese. Soy un cubano con mucho dinero y la contraté porque siempre he querido echar un polvo con una francesa en este despacho 204, cerca del cielo en pleno World Trade Center. Sería un acto de justicia poética. Michelle, además de ser hija de franceses, tiene unos ojos que parecen de cuarzo y un derriere de lo más francés. Ahora me mira y me dice: 'Señor, ¿le alcanzo los faxes que llegaron ayer después de las cinco?'. Lo dice con un acento Juliette Binoche interpretando a una compositora de música clásica ante el cual soy absolutamente vulnerable. Le respondo, previsiblemente: 'Alcánzame lo que quieras, Michelle'. Y ella le regala a la gerencia (o sea, a mi empinada persona) la primera sonrisa del día, como una promesa abierta. 'Aquí tiene, Señor'. 'Gracias, Michelle. ¿Puedes faxear esto?' Yo faxeo, tú faxeas, ella faxea. A ver. Michelle, di fax, así, con chasquido y sonrisa fotoestática. Curioso verbo sin equivalente en castellano: faxear. Transmitir imágenes y/o sonidos a distancia de manera exacta e instantánea, o sea: teletransmifonofaxigrafiar, en riguroso castellano.

Aceptó con la superioridad de quien posee un arma de fuego los comentarios burlones acerca del contraste entre su enclenque condición y el robusto bate de béisbol que parecía una prolongación de su mano diestra

Cuando doblaron la esquina del viejo barrio, se cercioró de que nadie los había visto pasar. La calle, de pronto, no era una calle. Su cuerpo, de pronto, no era un cuerpo: era un cardumen de nervios. Comprendió que tenía que guardar la distancia exacta para evitar ser descubierto. Los veía transcurrir paralelos a los árboles, cruzando parques abolidos y esquinas orinadas, a través de aquella calle que más que un espacio parecía una circunstancia. Evaluó sus posibilidades. Tenía que atacar desde atrás, era lo más seguro, un golpe sólido en una de las nucas, y mientras la otra frente se rotaba en su eje de asombro, descargaría el segundo golpe sobre el coco con ojos. Pero enseguida supo que si atacaba desde atrás estaría haciendo lo mismo que los japoneses en Pearl Harbor. ¿Y por qué no? No era un viento cuajado, no se nadaba en el viento. La ligereza de aquel instante le hizo saber que estaba en el momento preciso y en el lugar adecuado. Fue apurando las zancadas, devorando la distancia con el bate fundido a la mano derecha. Los tuvo al alcance de la mano. Los fue rodeando, como cortándoles el paso con un paso al frente. Entonces blandió el bate por encima de la cabeza.

Eran las 8 y 40 AM del día 11. No apagues el fax, Michelle, que con los bancos de Japón tenemos diferencia horaria. Cuando se voltea de frente a mi cara casi puedo olerla, me sostiene la mirada, me acerco y voy entrando en su boca que me deja estar. Es una boca ágil, tibia y penitenciaria. Para estarse ahí tranquilamente, como si tal cosa, cumpliendo una voluntaria cadena perpetua.

Ha salido corriendo tras dejar el bate de béisbol entre los dos cuerpos desplomados. Lo único que se le ocurre en aquel momento es encerrarse a cal y canto en su lóbrego cuartucho de Raskolnikov alquilado. Esa mañana es el único en no enterarse que un avión ha colisionado contra el World Trade Center, abriéndose paso con su inconcebible punta a través del despacho donde un ejecutivo y su asistenta hacen el amor sobre la mesa con el fax encendido.

* La Habana (Cuba), 1970. Licenciado en Historia del Arte, autor de novelas y libros de relatos, como ‘Las bestias’, ‘De modo que esto es la muerte’, ‘Río Quibú’. Su último libro de cuentos es ‘Covers en soledad y compañía’, publicada por Páginas de Espuma.  

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