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Auster se asoma a la bancarrota

El autor publica 'Sunset Park', su obra más ambiciosa en una década

 

CARLOS PARDO

La bancarrota no es el final! ¡Sólo un nuevo comienzo!'. Morris Heller se imagina diciéndole estas esperanzadas palabras a su hijo Miles, que huyó de su casa en Nueva York tras causar la muerte accidental de su hermanastro. Miles ahora trabaja en Florida para un banco. Limpia las casas desalojadas, revuelve en la basura doméstica mientras practica una extraña afición: fotografía los objetos abandonados por los antiguos inquilinos. Una cama deshecha, un cenicero sucio, una televisión, un sacacorchos. Como si pudiera detenerse en el tiempo previo al desahucio, a la desintegración familiar.

Desalojos, bancarrotas... Auster ha elegido los meses finales de 2008, el punto álgido de la crisis financiera, para enmarcar Sunset Park (Anagrama), quizá su novela más ambiciosa de la última década. Y la más actual en un sentido profundo: antes que un compendio de algunos temas que nos suenan (la guerra de Irak y la crisis como trasfondo), Sunset Park es la radiografía de una sociedad con una contradicción difícil de resolver: somos la cultura del recuerdo, del vintage, pero estamos condenados a la velocidad y al olvido, empezando por el olvido del dolor. 'Olvidar no es un crimen; sólo un simple error humano', ironiza un personaje.

El novelista ha estado a punto de escribir uno de sus mejores libros

En Florida, Miles conoce a la adolescente Pilar Sánchez en un típico momento de azar austeriano: ambos leían El gran Gatsby en un parque. Se enamoran y empiezan a vivir juntos, pero ella es menor de edad y tiene una hermana envidiosa que amenaza con denunciarlo por corruptor de menores. Miles tendrá que volver a Nueva York hasta que Pilar cumpla la mayoría de edad. Se instala en la casa okupa de Sunset Park, con su amigo Bing Nathan y dos chicas, Ellen y Alice. Bing, que trabaja en un Hospital de Cosas Rotas ha hecho de la cochambrosa construcción de Sunset Park, frente al cementerio de Brooklyn, algo así como un hospital de reparación de identidades...

Sunset Park es una obra coral en la que cada personaje muestra su propia perspectiva de un hecho muy sencillo: atrapar, con mayor o menor fortuna, la vida que se escapa. Una estudiante obsesionada con el clásico del cine de posguerra de Los mejores años de nuestra vida. Un editor independiente que sobrelleva la crisis financiera y el envejecimiento de su relación de pareja. Todas las tramas confluyen en la vuelta de Miles al apetito de vivir con un mensaje vitalista: 'Las heridas son una parte fundamental de la vida, y a menos que uno esté herido de alguna forma, jamás se hará hombre'. Además, Auster se deleita en sus habituales digresiones y paralelismos.

Uno diría que Auster ha estado a punto de escribir una de sus mejores novelas, pero cierta impaciencia a la hora de dosificar la información lo ha malogrado.

Pese a las pegas, se trata de una buena muestra de su estilo trepidante

Entre los puntos flojos de Sunset Park está el abuso de un narrador empático (eso que los críticos llaman estilo indirecto libre) que se si bien se confunde sutilmente con el lenguaje y el discurso de cada personaje, abusa de las preguntas retóricas para que sepamos cuanto antes su vida y milagros. Un ejemplo: '¿De qué estaban discutiendo aquel día?, ¿qué palabra o frase, qué serie de palabras o frases le habían enfurecido tanto como para perder el dominio de sí mismo y tirar a Bobby al suelo de un empellón?'. Así vamos sabiendo cómo Miles 'mató' a su hermano, pero a costa del espesor de la novela. Por otra parte, Auster elude practicar este estilo indirecto empático con el personaje más complejo de la novela: la madrastra de Miles, que sólo aparece vista por los ojos del resto de personajes.

Con todas sus pegas, Sunset Park es una de las mejores muestras de las habilidades y del estilo trepidante de Paul Auster, a quien no le falta ingenio para hacer convincente cualquier falacia argumental y la convierte en una historia de la velocidad del mundo actual y del envejecimiento de la cultura. No sólo del envejecimiento de lo vivido, sino algo mucho más importante a efectos de realidad: la muerte de todo aquello que no llegamos a hacer, de nuestro horizonte de expectativas.

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