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Uno de nosotros, uno de los grandes

Morente se arriesgó mil veces para demostrar que el arte es pura vida

LUIS GARCÍA MONTERO

Enrique Morente era una persona humilde. No me refiero sólo a que tuviese siempre un trato sencillo con todo el mundo. La gente poderosa utilizaba mucho el adjetivo humilde para calificar, sin raspaduras sociológicas ni adjetivos políticos, a la población que no pertenecía a las élites económicas.

Vivió una Granada difícil; aprendió muy pronto las lecciones de la vida

Los vencedores de la Guerra Civil, que acababan de imponer su vocabulario cuando Enrique nació, hablaban de gente humilde para no recordar otras palabras más peligrosas. Enrique vivió en una Granada difícil. Aprendió muy pronto las lecciones de la vida. Cuando era un chiquillo, subía a la Alhambra como improvisado guía turístico. Aquí tienen ustedes el Palacio de Carlos V, levantado por el caudillo Francisco Franco. Los turistas le daban unas monedas muertos de risa.

Las dificultades de la llamada gente humilde, el conocimiento de la piel de la realidad, formaron su cultura, su elegancia, esa humanidad que demostraba a la hora de comprender cualquier cosa, ese talante educado que contagió después a toda su familia.

Su lucha por la vida también le dio un ingenio cómplice. Se reía con los ojos. En los años setenta, Marcos Ana lo invitó a una casa del pueblo en Bruselas, abarrotada de emigrantes y exiliados españoles. Llevó de guitarrista a Manzanita. Cuando entraron en el salón, dos grandes fotos de Marx y Lenin presidían el concierto. '¿Quiénes son esos?', preguntó Manzanita. 'Dos viejos cantaores muy famosos aquí', aclaró Enrique. Prefirió no entrar en explicaciones antes de la actuación.

Morente se arriesgó mil veces para demostrar que el arte es pura vida

Con Enrique, había muchas cosas para las que no hacía falta entrar en explicaciones. Nunca se olvidó que había sido tratado como gente humilde, nunca dejó de recordar quienes eran los suyos. Su dignidad personal y profesional, su modo de cuidar una amistad o de perfeccionar hasta el último detalle de una actuación o una grabación, se apoyaban en la decencia de la gente humilde.

Y nunca traicionó sus sentimientos, la lealtad que él mismo se debía, su bondad, aunque una inteligencia artística muy rara y muy rica lo convirtió en uno de los grandes referentes de la cultura española. No digo del cante jondo, digo de toda la cultura española.

El cante jondo, cuando se quiere conservar como simple arqueología, es terreno abonado para discusiones puristas o puritanas. Enrique Morente se arriesgó mil veces, decidido a demostrar que un arte no es arqueología, sino pura vida, y nos enseñó a distinguir entre la verdadera pureza estética y el puritanismo.

No es lo mismo la tradición que el tradicionalismo. Eso nos enseñó Enrique con su voz, con sus mestizajes, con las indagaciones musicales, con la elegancia que tenía a la hora de elegir una letra popular o un poema culto. Así hizo su obra, así le devolvió a la vida muchas de las lecciones que la vida le había dado.

Era un maestro y creó una estirpe. El respeto que despertaba entre los suyos fue otra lección humana. Trabajar con él significaba entender, con su familia, que siguen existiendo razones para sentir respeto. Nos queda el recuerdo de Enrique, nos queda la compañía de su estirpe.

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