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Paranoia y guerra fría en la oficina

Tomas Alfredson adapta a John Le Carré en 'El topo', sobria intriga psicológica sobre la caza de un espía ruso en el MI6

 

CARLOS PRIETO

Años sesenta. Víspera de Navidad en la sede de los servicios de inteligencia británicos. Fiesta en la oficina. Risas, música y borrachera. Momento cumbre de la parranda: un Papá Noel con la hoz y el martillo y careta de Lenin jalea al personal. Todos cantan el himno soviético a voz en grito. Menos un hombre, el agente George Smiley (interpretado por Gary Oldman), que se aparta, mira por una ventana y ve a su mujer dándose el lote con un compañero de trabajo (es decir, otro espía) que, para colmo, quizás sea un doble o triple agente. En resumen: otro día terrible en la oficina. Bienvenidos al maravilloso mundo del circo.

Del circo, sí. Porque así llamaba John Le Carré en El topo cuya entretenida adaptación a cargo de Tomas Alfredson (director de Déjame entrar) compitió ayer en la Mostra de Venecia a los servicios secretos de la Pérfida Albión. Tenía sus motivos. Le Carré trabajó en el MI6 en los sesenta. Cuando, tras la caída del agente doble británico de ideas marxistas Kim Philby, la paranoia de la Guerra Fría se instaló en la sede londinense de los espías en forma de caza de brujas (léase topos). 'Los cuchicheos y la tensión que viví se reflejaron en El topo. Todo aquel que tuviera algo que ocultar era escrutado. ¿No será homosexual? ¿No tendrá una querida? Todo el mundo parecía estar espiándote en la oficina', explicó John Le Carré en su día sobre su popular novela sobre paranoia, política y miseria cotidiana en el MI6.

En El topo, cuyo reparto completan Colin Firth y John Hurt, los dos bloques de la Guerra Fría los forman los compañeros de trabajo en los que puedes confiar y en los que no. Y el idealismo político de la guerra, que algunos rememoran con nostalgia, ha sido sustituido por la mentira y las luchas de poder en una oficina grisácea y con aspecto de submarino. Un edificio repleto de funcionarios y burócratas. Es decir, de espías (sí, querido James Bond, de espías). Porque, como ha resumido Tomas Alfredson, 'los cachas se alistan al Ejército y los nerds, al espionaje'.

En efecto, los espías de El topo tienen tanta pinta de tecnócratas que podrían trabajar en un imaginario Ministerio de Fotocopias e Informes Soporíferos. Aunque también tienen su sex appeal. 'En realidad, Smiley es el espía perfecto. Alguien cuyo rostro olvidarías inmediatamente si te lo cruzaras por la calle. Nunca expresa nada, nunca deja ver en qué está pensando. Hace preguntas y obtiene sus respuestas. Se podría pensar que no es un personaje muy cinematográfico, pero sí lo es', ha descrito Alfredson sobre el célebre rol de Le Carré.

'¿Eran los malos realmente los malos?', se preguntó ayer Alfredson

A 007 le indignaría, por tanto, este filme. Pondría una demanda millonaria a la productora por daños irreparables a su reputación de glamouroso hombre de armas. Porque en El topo, que ya se llevó a la televisión con Alec Guinness en los setenta, no hay ni persecuciones en yate, ni tiroteos mientras uno hace el amor sobre un esquí acuático, ni explosiones de cabezas nucleares reflejadas en una copa de Martini. Ni siquiera una mísera escena de acción. El topo es el anti James Bond. El servicio secreto de su majestad ya no es lo que era. Y parece que la Guerra Fría tampoco.

'Ahora ya podemos ver esa era con distancia. ¿Eran los malos realmente los malos?', se ha preguntado Alfredson, en un interrogante cuya ambigüedad planea sobre la obra de Le Carré. En una escena del filme, por ejemplo, Smiley trata de captar a un agente soviético con el argumento de que ambos bloques no son tan diferentes. Lo que nos lleva a un posible significado metafórico del canto del himno ruso por parte de los espías británicos: la Guerra Fría tenía algo de pitorreo, de teatro del que se retroalimentaban ambos sistemas. Aunque el verdadero cachondeo (neoliberal, en este caso) arrancó cuando uno de los dos bloques comenzó a hundirse y se rompió el equilibrio. Conclusión: cuando uno empieza a sentir nostalgia del circo de la Guerra Fría, con sus misiles balísticos intercontinentales y todo, es que la cosa está muy malita.

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