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El frío de los pobres

La última publicación del escritor madrileño Jesús Urceloy, 'Matar en casa', recoge quince relatos plagados de humor negro, ingenuo y terrible

 

 

DAVID TORRES

Jesús Urceloy es uno de esos raros poetas capaces de sentir y hacer sentir, como decía Neruda, 'el frío de los pobres', quizá porque lo conoce desde la infancia, quizá porque es una de las pocas excepciones en un país donde los poetas suelen heredar el cargo, como todo el mundo. Ahora Urceloy, que es un virtuoso del endecasílabo y del versículo, se ha pasado a la prosa, al relato breve, y ha dado a la imprenta quince relatos breves y pluscuamperfectos alojados en un volumen titulado Matar en casa (ed. Casa de Cartón), cuyo único defecto es que se acaba.

De un chapuzón, el lector se sumerge en un mundo absurdo y deslumbrante donde un náufrago convive con una colonia de pingüinos, donde una familia se dedica al asesinato o donde una brigada del ejército en vez de fusilar a los prisioneros los sodomiza. Un humor negro, ingenuo y terrible, donde resuenan ecos de Gila y de Azcona, vertebra las viñetas de una poética desesperada, casi kafkiana, en donde el lector se reconocerá como en uno de esos espejos deformes del Callejón de Gato, esa España del horror y el esperpento en la que chapoteamos día a día y que cabe apenas en este párrafo inicial de 'Días de metro':

Con la crisis mis padres tuvieron que hacerse pordioseros y pedían en el metro. Lo hacían tan bien que, muchas tardes del sábado, mi mujer y yo cogíamos a los niños y en vez de irnos al cine nos íbamos a verles. Papá, para dar más lástima, se ponía una barba postiza muy larga y llena de moscas, y mamá se quitaba las alpargatas y mostraba unos pies muy sucios. Cuando se cansaban de estar de rodillas se sentaban en unos cartones, sobre el suelo. Lo hacían muy bien y daban mucha pena, los dos tan viejecitos y tan indecentes, y la gente les daba mucho dinero y mucha solidaridad.

Hay libros que te ríes y la sonrisa se te congela en la boca. Matar en casa es uno de esos libros que, al abrirlos, te da en la cara una ráfaga de frío callejero, un heraldo del invierno que se avecina.

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