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David Lynch: “Puedo imaginar al completo un mundo que no existe”

El documental ‘David Lynch: The Art of Life’, narrada por el propio artista, revela el origen de su mundo, una especie de universo paralelo de oscuridad, sueños y misterios, y descubre el secreto de sus enigmas: no hay en su vida ningún enigma.

El director norteamericano David Lynch

Lo más potente de la obra de Davin Lynch es David Lynch. Parece una obviedad, pero no lo es. Este habitante de una especie de universo paralelo, en el que opera otro nivel de consciencia y en el que la realidad son los sueños, se somete a un ejercicio de memoria en David Lynch: The Art of Life, y desvela el secreto de sus enigmas: no hay en su vida ningún enigma.

Es el juego de las paradojas de Lynch. Uno de los creadores más radicales de este tiempo y más indescifrables, no necesita ninguno de los refuerzos en los que se sostienen otros artistas, solo habla con su obra. De ahí, la magia. No hay nada sensacionalista en su vida, ningún trauma de infancia, ni un solo titular referido a su vida privada, ningún episodio especialmente sombrío… Lynch ha llegado a su mundo de oscuridad y misterios desde la luz, el amor y la libertad. “Puedo imaginar al completo un mundo que no existe. Cuando uno hace algo, a veces el pasado puede invocar esas ideas. El pasado colorea tus ideas”.

La película documental David Lynch: The Art of Life, dirigida por Jon Nguyen, Olivia Neergaard-Holm y Rick Barnes, parecería un trabajo convencional (de hecho, lo sería) sobre la obra del artista de Missoula, si no fuera por su misma presencia. Repasando sus años de formación mientras pinta en su estudio-vivienda de Los Ángeles, con su pequeña hija Lula al lado, a ratos fumando, pensando… con una voz sosegada y poderosa, Lynch revela, solo con la narración lineal de su vida, una forma única de percibir el mundo. Pintor, fotógrafo, cineasta, escultor… descubre una expresión artística, con una estética singular, para cada momento que ha vivido.

"Era como un extraño sueño"

“Mi mundo eran dos manzanas de bloques, pero era gigantesco, ahí estaba todo”, dice Lynch a la cámara, antes de contar cómo en Shoshani (Wyoming), una tarde, cuando anochecía y mientras jugaba en el patio con su hermano, vio aparecer a una mujer desnuda con la boca ensangrentada. “Mi hermano salió corriendo llorando. Era como un extraño sueño”.

Recuerdos como éste, imágenes de archivo, fotografías, sus propias obras y su voz sosegada van completando esta película, en la que Lynch deja bien claro por qué quería ser pintor y cómo años después llegó también al cine. Unos niños rubios y sonrosados, que hacían en verano un agujero en la tierra y lo llenaban de agua para bañarse, y un entorno idílico -“Nunca oí discutir a mis padres, nunca. Disfrutábamos de la libertad, nadie nos controlaba y teníamos mucho amor”- fueron el comienzo de un genio artístico singular.

Una infancia con un padre con el que construía ‘cosas’ los fines de semana y una madre que nunca quiso comprarles cuadernos para colorear –“mataría mi creatividad”- dio paso a los años del colegio, una adolescencia, como muchas, en las que “bebía, me iba a Washington, fumaba, me escapaba de noche de casa… Era como si no pudiera controlarlo. Mi vida era un infierno, tenía que llevar una doble vida. Solo me interesaba lo que había fuera del colegio, las fiestas con bailes lentos, las relaciones y los sueños. Sueños fantásticos y oscuros”.

Retrato de familia con el futuro director a la derecha

Retrato de familia con el futuro director a la derecha

"Filadelfia olía a miedo, corrupción, odio racial"

Entonces nació su pasión por la pintura y tropezó con una persona clave en su carrera, el pintor Buhnell Kleber, padre de su amigo Toby. “La idea que yo tenía era café, fumar y pintar”, recuerda. Un tiempo en Boston compartiendo piso con un músico de blues, sus primeros pitillos de marihuana –“el segundo fue en un concierto de Bob Dyland, estaba sentado arriba, al lado de una ex con la que acababa de romper. Me sorprendió lo pequeño que era Dyland”- y una estancia definitiva en Filadelfia. “Era una ciudad mezquina, la Nueva York de los pobres. Un sitio perfecto para la creatividad. Olía a miedo, corrupción, odio racial… Fue muy bueno para mí, aunque vivía con miedo”.

El cine llegó cuando pensó en “un cuadro en movimiento y con sonido”, una visita a la morgue donde imaginó la historia “de los cadáveres. Se te ocurren un montón de ellas” y unos cuantos experimentos artísticos con animales muertos. Su padre no lo entendió. “No deberías tener hijos”, le dijo asustado cuando vio su trabajo. Entonces su novia Peggy estaba ya embarazada. Llegaron los primeros cortometrajes. Un negativo todo velado que no le importó demasiado. “A veces un accidente, un error garrafal, te lleva a algo bueno”. Un momento de desesperanza cuando empezó a trabajar y pensó que era el fin de la libertad. Y una beca para el American Film Institute. “Fue una llamada que cambió mi vida”.

Llegó a Los Ángeles, se instaló en los establos de la escuela y nació el siguiente David Lynch. Un cineasta al que tampoco entendió entonces su familia y que, afortunadamente, no escuchó los consejos cariñosos de ésta, que cuando vio Eraserhead (Cabeza borradora). Le imploraron que dejara el cine.

El joven Lynch rodando

El joven Lynch rodando

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