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Día 5: Excursión al limbo

El cineasta español narra sus vivencias el día en el que estrena en Toronto su película 'La mitad de Óscar'

MANUEL MARTÍN CUENCA

Son las nueve de la mañana. Abro los ojos. Hoy es el día de la primera proyección pública de la película, el llamado 'estreno mundial'. Además, es la primera vez que voy a tener que enfrentarme a las reacciones de la gente, pues me toca presentarla en público y tener un debate al finalizar la proyección. Estoy nervioso, pero no quiero reconocerlo. Me digo que ya he pasado otras veces por este trance y que lo mejor es quitarle importancia.

Me he despertado un poco más tarde lo normal porque no tenía ninguna cita y anoche me fui a la fiesta del cine colombiano, donde estuve un buen rato saludando gente, tomando cerveza y charlando. Sobre las dos de la mañana me volví caminando al hotel y me di cuenta de que tenía un hambre atroz. No había cenado nada. Entré en el hall de hotel pero el bar estaba cerrado. Salí a la calle a la búsqueda de cualquier cosa que echarme a la boca cuando descubrí el paraíso: un puesto de perritos calientes abierto. Me relamí de gusto. No hay nada más placentero que comerse un perrito chorreante de mostaza de pie en la calle, en medio de la noche. Además sólo costaba dos dólares setenta y cinco y ya se sabe que lo que cuesta barato da placer. Era un verdadero perrito caliente de cineasta independiente. Qué gusto.

Cuando volvía para mi hotel me encontré con mis agentes de ventas. Venían de una fiesta dedicada al cine experimental. Nos saludamos efusivamente, aunque ya nos habíamos despedido antes, en la fiesta colombiana. Así que heme aquí, perrito en mano, frente a ellos, cuando me doy cuenta de algo peculiar. Ella empuja una bicicleta. Le pregunto de dónde la ha sacado y me cuenta que se mueve siempre en bici y que la ha alquilado por cincuenta dólares a la semana.... Esta gente, la verdad, cada día me caen mejor. No sé si venderemos mucho la película al mundo, pero pertenecemos a la gran familia de la resistencia, y eso me hace feliz. Además, ¿qué quieren que les diga? Las bicicletas y los perritos calientes son mucho más sabrosos que los restaurantes de cinco tenedores y las alfombras rojas. De hecho, ellos me ven con el perrito caliente en la mano y les asalta la envidia. Propongo acompañarles al puesto, y como yo sigo teniendo hambre me zampo otro y me marcho a dormir. ¡Viva el colesterol!

Volvemos al momento en que son las nueve de la mañana. Remoloneo en la cama. No tengo ninguna cita hasta la proyección de la peli, a las seis de la tarde, y me digo que hoy me puedo permitir hacerme el perezoso... pero la culpa cristiana me hace levantarme. Una hora más tarde ya estoy duchado y haciendo la maleta. Hoy tengo que salir del hotel. El festival se ocupa de mi alojamiento por cuatro noches, pero como voy a estar más tiempo en Toronto me toca buscarme la vida.

Me marcho al apartamento con mi jefa de prensa y la directora de producción. ¡Heme aquí de nuevo con mis maletas arrastrando por la ciudad! Cuando llego a la casa, la jefa de prensa me dice que parezco muy nervioso. Lo niego rotundamente. Estoy de lo más tranquilo, le digo. Como no tengo 'obligaciones' (no hay reuniones ni entrevistas programadas) les digo que me marcho al cine. Quiero aprovechar para ver un par de pelis y relajarme... si es que estuviera nervioso, como dicen ellas. Quedamos a las cinco, una hora antes de la proyección, en la puerta del hotel. Cogeremos un taxi para irnos todos juntos para el cine.

Me veo un par de películas interesantes, la última de Wang Bin y una americana de Mike Mills a la que entro por equivocación, pues pretendía meterme en una coreana. Sobre las tres y media salgo del cine de los pases de prensa e industria y me pongo a pasear. Encuentro una librería maravillosa. Entro y ojeo libros. Me compro un pequeño cuaderno para escribir, porque el que llevo siempre encima me lo dejado en el apartamento. Salgo y camino un poco más. Me compro un mechero, porque tampoco llevo ninguno encima. Enciendo mi pipa. Qué gusto da fumar paseando. Hace un sol espléndido, y calienta la piel suavemente. Qué rico.

Me quito la credencial, estoy harto de parecer una mascota. Encuentro un parque. Me siento a fumar. Me levanto y enciendo otra pipa. Camino. En Toronto la gente pasea muy tranquila, estoy descubriendo una ciudad agradable, cálida, tranquila. Nada que ver con el ritmo del festival, así que me relajo cada vez más y disfruto del paseo como ninguno de los que he dado hasta ahora. Es lo que más me gusta en el mundo, caminar sin destino. Alguien que me conocía muy bien me decía que yo era un perro sin cadena. Pienso en esa persona y en sus palabras. Creo que tiene razón.

Me entra un poco de hambre y veo un restaurante indio donde tienen un menú de 12 dólares, y tiene buena pinta. Entro. En la mesa de al lado hay un par de chicas. Me fijo porque una de ellas es muy hermosa, esa belleza a mitad de camino entre las indias y las árabes. En el restaurante sirve un camarero que está muy nervioso. Cada vez que tomas un trago de tu vaso de agua viene y te lo rellena. Se ve que le han dicho que esté muy atento las necesidades de los clientes y él no ha aprendido todavía a saber hacerlo sin molestar. De lo servicial que quiere ser se pone pesado, pero resulta muy tierno verlo. Le pido algo y no me entiende, el jefe se acerca y lo disculpa, es su primer día de trabajo, me dice. Ahora comprendo.

Las chicas de la mesa de al lado se levantan y se marchan, pero al cabo de un momento la guapa vuelve a entrar en el restaurante y pregunta por su teléfono móvil. Los camareros miran sobre la mesa, pero no está. La chica se marcha de nuevo. Cinco minutos más tarde, cuando yo ya estoy pidiendo la cuenta, las chicas vuelven. Están seguras de que el teléfono móvil tiene que estar aquí, dicen. La amiga marca un número y el móvil de la guapa comienza a sonar. Pero nadie lo encuentra. Los dos camareros y las dos clientas deambulan por el restaurante buscando el origen del timbre. Por fin, lo localizan. Está en la basura. El camarero tierno y servicial se lo ha arrojado con los restos de la comida al cubo. El jefe le echa una mirada asesina. Él se queda blanco. La guapa y su amiga se marchan, enfadadas. Me temo que a mi amigo el camareo tierno no le va a durar mucho el trabajo.

Salgo del restaurante, me enciendo otra pipa. Camino. Llego al hotel, pero como no he terminado de fumar me doy otra vuelta a la manzana. Por fin, entro al hall. No sé qué hora es exactamente, pero me imagino que son cerca de las cinco, la hora a la que hemos quedado. Como no llevo reloj y mi móvil no funciona le pregunto a alguien con quien me cruzo la hora y me dice: 'Son las seis'... Me da un flash. ¡¿Cómo puede ser!?

¡¡¡La proyección de mi película es a las seis!!!

Me he quedado lívido. Blanco. Espantado... ¡Las seis!... Estoy a punto de desmayarme... Comienzo a darme cuenta de que llevo horas dando vueltas, que he perdido totalmente la noción del tiempo... que me he ido, literalmente, al limbo. Empiezo a maldecidme, a jurar contra mi, a insultarme sin compasión. Pero reacciono. Corro a la puerta del hotel y asalto a la carrera un taxi que cruza la calle. Le digo angustiado que se ponga en marcha y él arranca. En mi inglés macarrónico empiezo a decirle el nombre del cine, pero el taxista no lo entiende. Yo repito y repito: 'Internacional Film Festival!!... Cinema!!... Tehater!!... Varsyti!!!... Varsity!!!... Varsitiii!!!'.

Por fin, consigo hacerle comprender el nombre del lugar a donde quiero ir. Pero el taxista no sabe cómo llegar. ¡Perfecto! Lo que me faltaba. Decide llamar a alguien por teléfono y preguntar. Esa persona no lo sabe. Llama a otro... Por suerte este otro amigo sí que lo sabe. El taxista da media vuelta y se lanza a la carrera por una avenida. ¡Lástima! Hay un atasco descomunal. Yo estoy echado hacia delante sobre el asiento, subiendo y bajando la ventanilla sin sentido, al borde de un ataque epiléptico. Le pregunto la hora que es. Son las seis y veinte, me contesta. El taxista me dice que me tranquilice, que ya llego tarde de todas formas, pero yo empiezo a pensar en mis compañeros, en el público, en la programadora del festival que iba a presentar la película conmigo... Se me pasa por la cabeza la posibilidad de herirme durante el trayecto, de inventarme un asalto, un atraco, incluso una violación, lo que sea, con tal de superar este ridículo... pero no soy capaz. La sinceridad es el único camino.

Cuando llegamos con el taxi frente al cine me arrojo a la acera. Corro. Corro. Corro. Entro al cine. Corro... y allí, en la puerta, me encuentro a mi jefa de prensa, mi directora de producción, mi agente de ventas y la programadora del festival, mirándome, atónicos, sin entender qué me ha pasado. La proyección ha comenzado a su hora sin mi. La presentó la programadora.

No se lo van a creer, o quizás algunos pensaran que todo lo que acabo de contar es una broma. Pero no es así. Es todo cierto. Y más aún que este día ha acabado como un cuento de hadas... Pedí mil veces perdón a cada uno de los que me habían estado esperando y se habían preocupado por mí de corazón. Pedí perdón al público. Pedí perdón una y otra vez a la programadora del festival, que acabó riéndose... y me pedí perdón hasta a mí mismo... Pero lo más hermoso, que tampoco sé si se lo van a creer, es que el coloquio, después, fue uno de los más especiales en los que he estado en mi vida, y que las preguntas que me hicieron me provocaron pensar sobre mi propia película de una forma que hasta ese momento no lo había hecho.

Tuve la sensación de que me expliqué, como director, mejor que nunca y que eso no fue mérito mío sino del público. Al acabar me sentía feliz por el estreno. Me sentia feliz por estar aquí. Con todo, mi directora de producción me confesó que, mientras esperaban, habían movilizado a todos los españoles en el hotel para localizarme y que deseaba, si aparecía sano y salvo, pegarme un buen puñetazo y después alegrarse de que estuviera bien. Por supuesto, le dije que tenía razón y le pedí perdón otra vez. Luego fuimos a la fiesta del cine español, saludamos a mucha gente y nos marchamos a una cena que la programadora del festival había organizado para varios de los cineastas latinoamericanos que estamos aquí. Fue una cena catártica, en la que me encontré con muchos amigos y conocí a otros; en la que mis compañeros y yo acabamos riéndonos como no lo habíamos antes en todo el festival. A carcajadas.

Son las cinco y cuarto de la mañana. Me marcho a la cama. Tengo la firme convicción de que mañana sea un día en el que no ocurra nada. Se lo juro. Pero he de confesar una cosa: estoy empezando a pensar que está ciudad es loca y maravillosa.

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