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Día de las letras gallegas Carlos Casares, el gallego con retranca sueca

Galicia homenajea a uno de los intelectuales que más contribuyeron en los últimos tiempos a normalizar el uso del idioma del país y a difundir el pensamiento galleguista

Carlos Casares en la inauguración de la escultura de Torrente Ballester /Wikimedia

JUAN OLIVER

Hay quien lo definía como un sueco con retranca, o como un gallego con retranca sueca. Porque sazonaba su talante educado y cortés, hasta el extremo caballeresco, con una afilada ironía a la gallega que dejaba a los pies de la escalera a quienes no sabían intuir en su enjuta y tímida figura un carácter decidido y con un enorme sentido del humor. 

Galicia homenajea hoy a Carlos Casares, protagonista del Día das Letras Galegas, jornada que conmemora desde 1963 cada 17 de mayo –tal día como hoy en 1863 se publicó el primer ejemplar del Cantares Gallegos de Rosalía de Castro- la vida y la obra de un autor fallecido al menos diez años antes, y que se haya destacado por la defensa de la lengua y la literatura en Galicia. Se trata del día grande de la cultura en la comunidad, que lo declaró festivo hace lustros.

Carlos Casares nació en Ourense en 1941 y falleció en Nigrán, cerca de Vigo, en el 2002, tras haber sido uno de los intelectuales más influyentes de la Galicia contemporánea. No sólo como escritor y traductor, sino también como pensador, político y gestor cultural.

Autor de una decena de novelas, de entre las que Deus sentado nun sillón azulDios sentado en un sillón azul- ha sido la más difundida; y también de varias obras infantiles –la red de guarderías públicas de la Xunta lleva el nombre de una de ellas, A galiña azul (La galliña azul)-, Casares llegó al público sobre todo a través de su faceta como articulista, a la que se consagró durante decenios en las páginas de La Voz de Galicia. A la redacción del diario, el más leído en la comunidad, aún siguen llegando cartas al director que preguntan por su gato Samuel, que Casares empleó como paciente observador de sus columnas e hilo conductor de sus pensamientos. Uno de sus hijos trabaja desde hace años en La Voz, convertido en uno de sus mejores periodistas.

Como muchos otros muchachos de su época, para los que los estudios superiores estaban casi vetados si no contaban con el aval de la Iglesia, Casares ingresó en el Seminario de Ourense con apenas once años. En esa ciudad empezó a frecuentar las tertulias que organizaba Vicente Risco, uno de los pensadores clave del nacionalismo gallego conservador, una costumbre que no perdió cuando se trasladó a Santiago a estudiar Filosofía y Letras, y en donde se hizo habitual del círculo de Ramón Piñeiro, el tótem del galleguismo cultural de la época.

De la mano de Piñeiro llegó Casares a la política, primero en el Partido Galeguista y luego en el PSdeG-PSOE, partido por el que fue elegido diputado en las elecciones autonómicas de 1981, tan sólo cuatro años después de ser nombrado el miembro más joven de la Real Academia Galega. Pero no fue a través de la política, sino precisamente de su faceta como intelectual y como editor, como más influyó en el desarrollo de la cultura, el idioma y la identidad de Galicia.

"Carlos era demasiadas cosas al tiempo, muchas cosas metidas en una gran cabeza soportada por un cuerpo pequeño”

En 1985, Piñeiro lo dejó al frente de la Editorial Galaxia, una de las empresas más emblemáticas para el pensamiento galleguista. Casares la presidirá hasta su muerte, impulsando durante su mandato una cuidada estrategia de modernización, renovando su catálogo con material escolar y con obras destinadas al público infantil y adolescente, pretendiendo, y logrando, normalizar el uso hablado y escrito de un idioma al que el franquismo había laminado y prácticamente eliminado de la vida administrativa, política y cultural del país.

“Si me pidieran contar la vida de Casares desde mi punto de vista, no sabría por dónde empezar de manera ordenada porque Carlos era demasiadas cosas al tiempo, muchas cosas metidas en una gran cabeza soportada por un cuerpo pequeño”, cuenta su amigo y también escritor, Xavier Alcalá.

“O pequeniño –así le conocían muchos- no era querido por todo el mundo, como se empeñan en decir los biógrafos autorizados. Tenía enemigos que lo odiaban con tanta intensidad como él los despreciaba. Carlos Casares, sobrino nieto del obispo gallego que les salvó la vida a los hermanos Castro, era muy selectivo con la gente; solo admitía en sus círculos de cariño demostrable a quien le parecía por lo menos diferente”, prosigue. “Creo que en cierto modo yo andaba dentro de esa clasificación para él. Nunca olvidaré el día en que me vino a ver a mi apartamento de Madrid y se fijó en los libros de Noam Chomsky que había en un estante. ‘¿Por qué un ingeniero de Telecomunicación leía a Chomsky?’, fue su pregunta. Y mi respuesta, que nosotros, los de ese ramo, vivimos de la comunicación de los humanos, ayudando a que se desarrolle”.

Alcalá, una de las personas que mejor lo conocieron, lo define como “un sabio consejero, y un reconocido contador de anécdotas”, aunque fueran ajenas: “Yo le conté muchas de mis movimientos por el mundo, sobre todo por las Américas a donde no iba la gente; y me divertía oír como el las transformaba, a veces sin citar la fuente, como si las hubiera vivido él mismo. Y no lo hacía por miseria de copión, de plagiador, sino por impulso de narrador oral magnífico”. Su amigo también recuerda alguna: “Una vez, cuando estaba a régimen, me llamó a su despacho en la editorial porque tenía que tratar algo importante conmigo. Me citó para la última hora de la mañana, pidió a la administración que le trajesen “eso” y me llevó a comer a la casa Esperanza. Acabó la comida y, cuando ya era hora de marcharse porque la hija de Esperanza nos echaba, sacó de la chaqueta eso: un cheque de más de un millón de pesetas firmado con su letra redondita. Entonces, mientras soltaba humo del puro, me dijo una frase transcendente: ‘Yo a ti siempre te publicaré lo que me traigas, porque lo tuyo es de calidad media-alta’.

Ese era el Carlos que medía a la gente desde su poca altura física, y con quien viví mil circunstancias. Una de ellas, que tiene que ver con eso, fue que los vendedores de la editorial descubrieron que se estaba pirateando una novela mía, que se vendía en los supermercados Continente a mitad de precio. Sin encomendarse ni a dios ni al diablo, o pequeniño se bajó del coche delante del almacén del pirata y lo encaró. Le dijo lo que sabía y le hizo la amenaza necesaria: ‘Hoy vine yo sólo. La próxima vez vengo con los del tricornio’”.

Así era Casares, quien en 1971 se casó con una sueca, la también escritora Kristina Berg, fallecida en el 2012. Y glosa otra leyenda que a ambos no les quedó más remedio que ejercer de sí mismos después de compartir velada con Camilo José Cela y su mujer, Marina Castaño. De paseo para bajar la cena por las calles de Santiago, al autor de Iria Flavia se le ocurrió soltar una de sus boutades: “Oye, Carlos, ¿por qué no nos vamos tú y yo ahora por ahí, a romper los muebles de alguna discoteca?”. Fue de las pocas veces en las que Casares tuvo que hacerse el sueco.

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