Estás leyendo: La ducha

Público
Público

La ducha

CARE SANTOS

¿Vendrás esta noche al concierto? Después habrá fiesta donde siempre.

Mis amigos conocen la respuesta pero, a pesar de ello, insisten. Tuerzo el gesto, finjo tristeza, resignación.

No puedo, les digo, ya sabéis, los niños.

Y ellos saben, por descontado que saben, para algo nos conocemos desde hace más de veinte años. Entienden. Se hacen cargo de que soy la única de la vieja pandilla de aves nocturnas que no puede disponer a su antojo de su tiempo, la única que ha cambiado sus costumbres, que ya no les sigue de bar en bar cada vez que se les antoja a los de siempre. Me dan la razón sin pronunciar palabra y sus ojos buscan refugio en la comprensión cómplice de otros. A veces siento que me compadecen, pero finjo no darme cuenta.

Sé que debe ser así, y me resigno: es esa zanja infranqueable que separa las preocupaciones de quienes tenemos hijos de las de aquellos que tomaron otro camino, me explico. Habitamos mundos distintos. Esas horas eternas de los fines de semana, esa orfandad de la televisión sin canales infantiles, esa libertad para infringir las normas cuando te viene en gana.. ya casi no recuerdo cómo era mi vida antes. Los amigos suelen preguntarme qué le veo a tener tanta responsabilidad. Suelo responder lo que cualquier madre diría: los hijos compensan con creces esas pequeñas renuncias. Sé lo que temen: que algo, un dolor mal curado, un accidente, les convierta algún día en alguien como yo.

Bien pensado, es terrorífico estar de por vida amarrada a otras personas por un deseo atávico.

Mis amigos deben de recordar lo que ocurría años atrás, cuando en estos mismos bares querían saber el porqué de mi empeño, la procedencia de un espíritu de maternidad tan universal y tan sediento, y yo les explicaba, con alegría al principio, con una inmensa tristeza después, lo mucho que significaba para mí sostener entre mis brazos una pequeña vida que yo misma había engendrado y traído al mundo. Les hablaba de dolor y frustración y ellos miraban dentro de sus vasos, hacían tintinear sus cubos de hielo, esquivaban la mirada de la vida. Es difícil mirar a los ojos del dolor ajeno.

Muy pocos supieron de la época en que lloraba en los parques infantiles, de aquella soledad repetida que sucedía a la huida de mis amantes, del angustioso deambular por aquellas clínicas frías llenas de enfermeras que sonreían todo el rato y de la palabra final, 'sanatorio', a la que di vueltas durante más de un año, en aquella soledad que me impuse a mí misma, en aquella blancura de los días y las noches.

Recuerdo una migraña insufrible que parecía el fin y un enfermero atractivo y amable que no sonreía. Cerré los ojos y pensé: cuando amanezca de nuevo, seré otra persona o habré muerto.

Reconocí el lugar donde me hallaba: en la frontera. Y cerré los ojos.

Mi voluntad se rindió, pero mi cuerpo decidió seguir adelante. Tras el despertar, me sentía más serena. Lista para buscar una solución a mi vida. No me importaba de qué tipo.

Nadie supo nunca cómo ni de quién llegó el remedio. Yo jamás hablo de eso. Después de todo, ni siquiera sé el nombre del enfermero. Decidí que el olvido sería voluntario y se debería a la firme decisión de dejar atrás un mal trago. Dije que no quería denunciarlo. Dije que no deseaba ningún mal al padre de mi hijo.

Cuando salí del sanatorio, apenas unas semanas más tarde, ya era madre. Atribulada y generosa, como la mayoría de las mujeres que asumen esa responsabilidad en solitario. Y también feliz, por primera vez en mucho tiempo. Al principio me quedé en casa. Luego, volví a trabajar. En la empresa, todos se quedaron mudos de la sorpresa al conocer la noticia. Algunos se alegraron por mí. La mayoría, me compadeció en susurros, a la hora del café.

El jefe de personal me ofreció acogerme a la reducción de jornada. Creo que hablaba en serio. Le dije que no era necesario, que podía apañármelas.

Los amigos me aceptaron de nuevo, fingieron que todo continuaba como siempre, aunque al principio nos costó encontrar temas de conversación. A ellos, es natural, les molestaba mi constante referencia a los niños. Los padres y madres de familia somos muy aburridos cuando nos empeñamos en hablar de nuestros vástagos. Si los amigos no pueden corresponder con su propio ramillete de anécdotas, es mejor cambiar de tema. Con el tiempo, todos ellos dejaron de parecer asustados cada vez que les contaba mis noches sin dormir, la cantidad de trabajo acumulado, la falta de intimidad en la que transcurría mi vida. Con el tiempo, logré que se atrevieran a darme su opinión. Cuando algo me preocupa de verdad, me gusta consultarles. Pienso que el punto de vista de alguien objetivo me ayuda a enfocar mejor los problemas. Lo hice cuando aquella gripe estomacal dejó a mi hija en los huesos, por ejemplo, o cuando decidí que había llegado el momento de abandonar las papillas y pasar a los alimentos sólidos.

A veces no saben qué decirme. Me observan con ojos fijos mientras la sonrisa se derrite en sus caras. Entonces, cambio de tema. Al llegar a casa, tropiezo con la realidad de los platos de comida que nadie ha tocado. Arrojo los restos al cubo de la basura, preocupada, inundada de dudas. ¿Se puede sobrevivir comiendo tan poco? ¿Debería cambiar de pediatra?, ¿Y si no soy, a pesar de todo, una buena madre?

Muy de madrugada, despierto atormentada por esas preguntas.

Lo peor es la hora de la ducha. No soporto escucharles corretear por el pasillo mientras intento relajarme bajo el chorro de agua caliente. Pensaba que tal vez aprenderían a respetar mis necesidades, a atorgarme un merecido ratito de paz. Nunca es así. Después de todo, los niños son niños y no entienden ciertas cosas. Me enfado con ellos, pero en el fondo les perdono enseguida. Tengo muy buena memoria, y no puedo evitar recordar lo desgraciada que era cuando aún no les tenía, aunque eso me cree enseguida nuevas culpabilidades: acaso por ese motivo les estoy consintiendo demasiado. Tal vez tienen una madre demasiado benevolente, incapaz por completo de ofrecerles una educación.

Mi día entero transcurre en un trajín, de modo que llego a la noche agotada, me acuesto en cuanto ellos se meten en la cama y a veces me duermo en el acto. Por fortuna, nunca han tenido mal dormir. Les acostumbré a acostarse temprano y jamás cedí a sus chantajes cuando me llamaban deshechos en llanto. Lo contrario habría sido horrible: necesito descansar por lo menos nueve horas al día. Eso me dijeron en el sanatorio, el último día. Mi salud depende de mis horas de sueño. Por eso después de cenar me tomo las pastillas y duermo como un bebé. A veces me pregunto qué pasaría si ellos me llamaran. También si alguna vez se habrán dormido derrotados ante el abandono de su madre. De día, no dejan de hacerlo. Me llaman a voz en grito. No por mi nombre, claro, sino que dicen 'Mamá'. La palabra más hermosa del mundo. Aún no creo que se refieran a mí. La pronuncian sin descanso, de modo que no tengo un segundo de tranquilidad.

Y cada día lo mismo. Mañana comenzará un día idéntico a este. No me importa, sino todo lo contrario: la repetición me hace sentir segura. Despertaré a las siete y cuarto con las canciones infantiles de la televisión cantadas a voz en grito por mis tres tesoros. Les serviré el desayuno, insistiré en que se lo tomen todo, echaré las sobras por el fregadero, les dejaré en el colegio tras saludar a las mismas caras de todos los días, me iré a trabajar, contaré las horas que faltan para verles de nuevo, por fin darán las seis, pasaré a recogerles, tararearemos canciones alegres de camino a casa, les prepararé una buena cena, me daré una ducha mientras ellos corretean por el pasillo, les regañaré con dulzura por no permitirme ni diez minutos de paz, tal vez luego le cepille el pelo a mi hija, o hablemos de cómo nos ha ido el día, les besaré con todo mi amor antes de dormir, me tomaré las pastillas

Como todos los días, siempre la misma rutina. La misma exacta repetición desde hace quince años y medio.

¿Te ha resultado interesante esta noticia?