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Johann Trollmann, el boxeador gitano que desquició a los nazis

Tras ser despojado de su título de campeón por tener un juego de piernas “no suficientemente alemán”, el púgil subió de nuevo al ring pero esta vez con la cara tiznada de blanco como símbolo de protesta.

Johann Trollmann, el cíngaro danzante

“Boxeador afeminado cuyo estilo nada tiene que ver con el boxeo ario de verdad”. Así tildaban las autoridades nacionalsocialistas al púgil Johann Trollmann en su periódico oficial, el Völkischen Beobachter. Cabe decir que ese mismo estilo de boxear —impuro para algunos— marcó época y fue bautizado como el “baile de Trollmann”, una suerte de coreografía improvisada a base de fintas y movimientos cortos que poco o nada tenían que ver con la ortodoxia de la época, a saber; un estilo hierático atrincherado en mandobles como panes.

Gitano, pobre de necesidad y tan sobrado de talento como de orgullo, la vida del joven Rukeli —apodo que significa “árbol joven” en alusión a su figura esmirriada— bordeó lo tragicómico si no fuera porque el prefijo terminó por imponerse. Su historia la cuenta Dario Fo en El campeón prohibido (Siruela), legado póstumo del gran dramaturgo italiano en el que novela la vida de este luchador que osó mofarse del arquetipo ario ante la plana mayor de un nazismo que cogía carrerilla.

Ocurrió en 1933, Trollmann acababa de tumbar al ídolo germano Adolf Witt, notable bigardo y campeón de los pesos pesados al que hizo besar la lona en repetidas ocasiones pese a la diferencia de peso y tamaño existente. La victoria parecía asegurada pero el jurado tuvo a bien detener la pelea sin motivo aparente. La parroquia entró en cólera y ante la presión —volaron sillas, poca broma— no tuvieron más remedio que otorgarle el triunfo al bueno de Rukeli. La emoción contenida quebró al campeón y no pudo —o no quiso— contener el llanto. Tremendo delito.

Una semana después las autoridades nazis le retirarían la victoria definitivamente alegando que un boxeador no podía llorar sobre el ring, “mal boxeo y pobre comportamiento” —decía el veredicto. La razón era otra, ¿un cíngaro danzarín campeón de boxeo en plena efervescencia nazi? ¿Estamos locos? La oportunidad para resarcirse no tardaría en llegar pero lo haría en forma de regalo envenenado. La Asociación Alemana de Boxeo le conminó a una nueva pelea, esta vez contra Gustav Eder, boxeador que años más tarde se convertiría en campeón de Europa y —lo que es más importante— Rukeli debía olvidarse de esos “movimientos poco decorosos y luchar como un alemán”.

Un órdago al nazismo

Ed. Siruela

Ed. Siruela

“Tengo que aprender a boxear como un alemán, como un ario nada menos. Tengo que quedarme quieto como un don Tancredo en el centro del ring y renunciar a mi estilo. Cuando es precisamente mi estilo lo que me permite ganar”, se lamenta el púgil de la mano de Fo. Lejos de amilanarse, decidió comparecer ante Eder con el rostro enharinado y el pelo teñido de rubio. Cuentan las crónicas que se mantuvo en el centro ring, impávido, recibiendo de lo lindo hasta caer rendido al quinto asalto.

Aquello fue el fin de su carrera. Tras ser esterilizado, se vio obligado a divorciarse de su mujer y separarse de su familia con el fin de salvar sus vidas. Terminó siendo torturado y enviado a un campo de concentración, lugar en el que su inquebrantable dignidad volvió a jugarle una mala pasada. Obligado a combatir para el regocijo del personal, tuvo que enfrentarse con uno de los kapos que, humillado tras la derrota, le asesinó brutalmente con un palo.

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