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Nacho Vegas: Un verano en el estudio de grabación

El oscuro brillo de sus nuevas canciones

JESÚS MIGUEL MARCOS

Jam session en El Barsito, un pub de Puerto de Santa María (Cádiz). No hay mucha gente, la normal para la noche de un miércoles, 30 de julio. Varias bandas locales se relevan sobre el escenario. Lo de escenario es un decir: los músicos están a ras de suelo. Cuatro temas por barba. Hace calor, huele a alcohol, avanza la madrugada. Un grupo ejecuta el último acorde de su actuación. El guitarrista se acerca al micro, da las gracias y pide silencio: “Ahora, un grupo de verdad, Nacho Vegas y las Esferas Invisibles”. Los parroquianos miran alrededor extrañados, mientras el asturiano y su banda toman los instrumentos para vomitar el You really got me de los Kinks. Algún avispado pide un tema propio y cae una espontánea versión de La plaza de la soledá. Todo en caliente, sin pensar, sonando a lata, divirtiéndose… Algún fan habría pagado por estar en ese lugar y a esa hora.

A la mañana siguiente, toque de corneta (literal, ejecutado con vigor por el guitarrista Xel Pereda) a las 11:00 horas. Vegas está grabando El manifiesto desastre, su nuevo disco, en el estudio de Paco Loco y Muni Camón, a las afueras de Puerto de Santa María. A los cinco minutos del cornetazo, el músico aparece, cerveza y cigarro en mano, en la sala de grabación. “Con esa voz no sé qué vas a cantar”, le dice el productor, su mano derecha. “Antes me gustaba más el estudio –confiesa Vegas–, pero ahora me oprime un poco. Acabas harto de escuchar la misma canción mil veces. Ya no sabes si está sonando bien o mal. Es un trabajo que le dejo a Paco. Tiene una paciencia especial que yo no podría soportar”.

Resulta curioso que en un entorno turístico y soleado, poblado de bikinis, sombrillas y coches con tablas de surf en la baca, se esté grabando un disco de rock. Y más un disco de rock de Nacho Vegas, cuyas canciones, de hacer turismo, irían a los parajes más oscuros, peligrosos y sórdidos de la realidad. “Para mí es importante salir de Gijón cuando grabo discos. Gijón es una ciudad que conozco demasiado y tiene muchas trampas para mí. Cuando estoy aquí no tengo que pensar en los problemas que tengo en Gijón para llegar al final del día”, comenta.

Bajo un sol de justicia, se está cocinando uno de los álbumes más esperados de la escena española. Considerado por la crítica como el mejor escritor de canciones en español de la última década, han pasado tres años desde su último disco en solitario, Desaparezca aquí. “Habla de los cambios que ha habido en mi vida en este tiempo, que han sido muchos”, cuenta Vegas sobre El manifiesto desastre. Sólo en el plano artístico, su carrera ha dado un salto importante. Ha pasado de ser el artista de referencia de la escena indie a codearse con artistas de ligas superiores, como Enrique Bunbury –con el que grabó el exitoso El tiempo de las cerezas– o Christina Rosenvinge –su actual pareja, con la que compartió el EP Verano fatal.

Durante 15 días, la vida de Nacho Vegas se transforma en un campamento de verano –“un campamento un poco punki”, matiza–. El grupo se instala, al completo, en una pequeña casita que linda con el estudio. Duermen juntos, se levantan juntos, comen juntos –de la cocina se encargan las expertas manos de Muni–, ven películas juntos… ¡Hasta se pican con la PSP! Si no fuera por las botellas de Ballantines y las pintas, podría decirse que poco deportivas del grupo, la estampa podría confundirse con una reunión de monitores de tiempo libre.

“El grupo, cuando no está grabando, se pasa el día a remojo en la piscina”, dice Vegas, justo en el instante en que se oye un ruidoso chapuzón. Luis, el bajista, se ha despertado. Para despejarse, Nacho Vegas prefiere el güisqui. Apura una botella y entra a grabar una canción acústica, una balada de aire country titulada Al final, te estaré esperando. Con voz cazallera –“¿pero está bebiendo güisqui?”, masculla Paco Loco–, desgrana los primeros versos: “Al final, te estaré esperando / allí donde acaba este trago amargo / al final, te estaré esperando / y me dirás si me he perdido algo”. Tras él, Abraham graba el piano. Adorna su pista con algunas florituras de virtuoso, lo que no parece gustar mucho a Paco Loco, productor amante del sonido básico y directo. “¿Pero eso qué es, un sol séptima? No, no. Déjalo normal”, le dice desde la sala de control. Y apagando el micrófono, mira al periodista y dice: “Apunta esto, a los pianistas hay que cortarles cuatro dedos”.

En la distancia corta, Vegas es esquivo. Te saluda con amabilidad e interés, se deja fotografiar sin condiciones y se muestra humilde en el diálogo, pero en cuanto te despistas, ya se ha escabullido y no le vuelves a ver. Siempre está sosteniendo algo: un cigarrillo, una cerveza, un vaso de güisqui. Con el rostro oculto bajo el pelo y las gafas de sol, es como un hombre atrincherado. Tiene algo de inaccesible y, al mismo tiempo, muestra una disposición generosa cuando se le requiere. Por ejemplo, no pone ninguna objeción cuando periodista y fotógrafo se meten en la sala de grabación mientras el grupo al completo prepara una canción. Se palpa la tensión: el tema no está terminado y los músicos de la banda se marchan al día siguiente. Si alguien les escuchara sin verles, pensaría que está ante un grupo de locos en un manicomio. Luis, el bajista: “La primera no, la segunda sí”. Nacho: “Bueno, son tres. Tiene que ser fuerte: tram, traam, traaam...”. Y Luis: “Aquí y aquí, dos veces. Y luego el cambio. Otra vez y otra vez”.

Las repeticiones son tediosas, pero las interpretaciones de Vegas no pierden un ápice de intensidad. El tema se llama, provisionalmente, Vampiros, y según él, es un tema importante: “Llevo mucho tiempo con ella, más de un año. Hay canciones en las que sé lo que quiero contar, pero hay que esperar el momento adecuado para saber cómo quieres decirlo. Y esta canción es de esas. Me pasó con El ángel Simón en el primer disco, o con Ocho y medio”. Al terminar la última toma, Paco Loco le dice: “Tampoco es tan larga, seis minutos y treinta segundos”. “¿No jodas? –responde Vegas–, pensé que serían unos nueve”.

Por contra, Al final, te estaré esperando está casi finiquitada. Sólo faltan los coros del pequeño Claudio, el ahijado de cuatro años de Nacho Vegas, que está de paso con sus padres. Mientras Luis graba el contrabajo, Vegas le canta el estribillo al niño, que llevaba insitiendo toda la mañana con que quiere entrar al estudio. “Pero primero hay que ensayar –le dice Vegas–, hay que trabajar para luego cantar”. Finalmente, al chavalín le pudo la timidez.

En una pared del estudio se pueden leer los títulos, en muchos casos, provisionales, de las canciones que han grabado en las últimas dos semanas: Detener el tiempo, Canción del anhelo, Dry Martini S.A., Junior Suite, Crujidos... Dos semanas de duro trabajo e intensa responsabilidad. “Hay momentos críticos, pero no suelen ser en el estudio. Justo antes de venir aquí, tuve un día que lo vi todo negro y quería suspender la grabación. Pero como ya me ha pasado más veces, he aprendido a respirar un poco y a darme cuenta de que al día siguiente ves las cosas de otra manera”, explica el músico.

El viernes a mediodía, comida familiar: el grupo, el productor, los responsables del sello... Paco Loco presume de haber hecho el trayecto Gijón-Puerto de Santa María en ocho horas y media. El grupo vuela hacia Asturias esa tarde. Al día siguiente, Vegas seguirá su camino, pero en tren. El grueso de El manifiesto desastre ya está listo. El resultado, a finales de noviembre.

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