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Your Name

Miro su cráneo pelado y sus enormes ojos de color regaliz, resplandeciendo febriles cuando habla de muñecas hinchables

PATRICIA ESTEBAN

Algunas veces me da por pensar que si él, tan fúnebre y destemplado, hubiera sido el asesino en serie que imaginé que era en cuanto lo vi, una noche parecida a esta, pero más fría, en otra de las fiestas de disfraces de Crisla en la que nadie se tomó la molestia de disfrazarse de nada, yo no hubiera podido olvidar su nombre.

Pero Gorro Negro de Punto no cumplió la promesa que su aspecto le hizo a mi escalofrío y se limitó a permanecer callado en su asiento dos horas, sin meter la mano izquierda en el bolsillo ni una sola vez, sin moverla allá adentro como buscando algo, algo metálico sin duda, metálico y perverso. Mirándonos, eso sí que lo hacía, mientras los demás seguíamos bebiendo sentados en círculo en el suelo, sin música de fondo, hurgando con la lengua en el interior de nuestros vasos de plástico, escuchando a Crisla hablar de las lady Bacharah. Nos miraba despegando sus ojos de nuestras caras como si fuéramos unos niños dormidos en la casita del bosque a los que fuera a cargarse en cinco minutos y quisiera no olvidarnos nunca, porque quizás, eso pensé entonces, los asesinos de verdad, los buenos, son los que pasado el tiempo evocan cada detalle de los rostros que desfiguraron, el antes y el después de la media negra en torno a una garganta. Yo sólo sé que aquella noche sentí mi cuello como un animal vivo, palpitante, expuesto ante los ojos de Gorro Negro de Punto, que seguía posado en el brazo del sillón de Crisla y miraba, y me pareció que a mí me miraba más incluso que a los otros, que miraba mi cuello víctima sin quitarse su gorro de pescador noruego y su abrigo negro, pero lo cierto es que sin la menor intención, al parecer, de sacar un triste revólver del bolsillo izquierdo y cargarse a alguien, a mí, por ejemplo, que tenía un cuello que respiraba más fuerte porque creía que la muerte andaba cerca; no, no hizo nada aprovechando que los dos nos levantamos a la vez (bueno, tal vez yo me levanté una fracción de segundo después, aunque ninguno de los presentes se percató de ello) para marcharnos cuando nos sorprendimos contemplando la botella vacía de whisky de aquella fiesta vacía también de música y cristal. Hasta le di la espalda al salir para facilitarle las cosas. Dejé que Gorro Negro de Punto cerrara la puerta tras de sí y Crisla y sus cinco invitados quedaron al otro lado, hacinados en torno a la mesa del comedor, encogidos como si los hubieran pintado en una habitación parisina de Van Gogh y temieran golpearse con la bombilla del techo en la cabeza. Yo pulsé el interruptor de la luz del rellano, que parpadeó un instante y se apagó luego, inexplicablemente, con un zumbido de polillas muertas. Qué le hubiera costado a él pegarse entonces a mi cuerpo, acorralarme contra la pared o, mejor, la barandilla de hierro frío, el abismo, inmovilizarme con un susurro, quieta, cubriendo mi boca con una de sus manos de predicador mientras con la otra me estrangulaba tiernamente, yo de verdad que me hubiera plegado a mi destino de morir allí mismo, en la escalera, le hubiera dejado quebrarme la garganta con los ojos cerrados, asomada al vacío de humedad y orín de gatos pretéritos, viajando al momento de las presentaciones en el diminuto comedor de Crisla, unas horas antes, cuando ella le señaló y dijo su nombre, pronunciándolo de nuevo, repitiéndolo hacia dentro (¿era corto, algo así como Ian Pov?), porque una tiene que saber el nombre de su asesino, para agarrarse a algo por última vez, deletreando cada letra igual que si él las hubiera llevado tatuadas en los nudillos de sus dedos toda la noche, mientras nos mirábamos sin decir nada y bebíamos whisky barato y amarillo a palo seco, sin hielo, en vasos de plástico, y yo maldecía la desidia que me había hecho pasar al piso de Crisla con esa camiseta vieja del mapa de Nueva Zelanda estampado entre las tetas y lo peor de todo, unas bragas blandas allí abajo, unas bragas tristes de las que seguro que harían reír a carcajada limpia al forense encargado de practicarme la autopsia un par de días después.

Pero él no me mató aquella noche. No me mató y se alejó de mí y de una fiesta moribunda como la de hoy

Pero él no me mató aquella noche. No me mató y se alejó de mí y de una fiesta moribunda como la de hoy, de esas que Crisla insiste en celebrar cada dos o tres meses, en cuanto consigue venderle un poco de pelo a su jefe y junta dinero para la botella de whisky, y unos pocos desconocidos que elige en paradas de autobús desiertas. Gorro Negro de Punto no me mató cuando pudo hacerlo y se condenó instantáneamente a un olvido feroz. Porque yo olvido sus nombres, es una cuestión de supervivencia, de simple higiene mental, no se puede recordar a tanta gente que acaba marchándose.

Con suerte, al cabo del tiempo vuelve algún detalle suelto de la ropa de esos tipos o de la época del año que era. Por ejemplo, sé de Gorro Negro de Punto que llegó en invierno (pero ,¿fue el pasado o el anterior?, eso tampoco sería capaz de asegurarlo ahora), sé que tenía que ser invierno porque se presentó con aquel gorro en la fiesta de disfraces de Crisla. Menuda fiesta. Como la de hoy. Nadie ha venido disfrazado, todos sabemos que las fiestas de Crisla suelen disolverse en menos de una hora porque se acaba el alcohol y nadie parece lo suficientemente animado como para bajar a la licorería a por alguna botella más. Las fiestas se le deshacen a Crisla entre los dedos, no entiende que no hay fiesta sin vasos de cristal que puedan romperse.

Su pelo crece endemoniadamente rápido para alegría del tirano de la fábrica, que así puede coserles una media melena de actriz francesa a seis o siete lady Bacharah. Crisla siempre dice lo mismo en sus fiestas. Sostiene hoy también, mientras yo miro el hueco de Gorro Negro de Punto en su sillón, lo de que las lady Bacharah son las novias ideales. Los hombres pueden comprar una por correo y esconderla debajo de la cama si hay visitas, o sentarse con ella a ver la tele en el sillón y rozarse lúbricamente bajo el agua caliente de la ducha. El látex resiste temperaturas muy altas, dice, y cada vez es más parecido al tacto de la piel humana, ya no huele a flotador de piscina y las lady Bacharah vienen perfectamente rasuradas o con pelo natural de mujer coronando sus axilas y la vagina, a gusto del consumidor.

No parece que esto la apene demasiado, de hecho Crisla suele sonreír con esa expresión beatífica de los hare krishna, como si entendiera que el suyo es un sacrificio necesario. Algunas veces la veo tender en el patio interior el pañuelo negro que lleva anudado a la nuca durante el día, pero en noches como esta, tan calurosas, ni se molesta en ocultar su calva. Miro su cráneo pelado y sus enormes ojos de color regaliz, resplandeciendo febriles cuando habla de muñecas hinchables, me digo que podría salir en cualquier película de nazis haciendo de judía guapa. Y un momento después vuelvo a preguntarme, qué pesadez, cómo demonios se llamaría aquel tío del gorro negro de punto que no quiso matarme.

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