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Por el arco del triunfo

Nadal, en un ambiente muy hostil, derrota de nuevo a Federer, iguala a Borg en Roland Garros y se lleva el décimo grande de su carrera

GONZALO CABEZA

Nadal muerde la copa de los Mosqueteros y parece rutina, una fiesta preparada de antemano. Pero no lo es. Para llegar a ganar su sexto Roland Garros e igualar en el panteón de París a Borg, Rafa ha necesitado poner el alma en su raqueta, dejarse hasta la última gota de energía y derrochar talento, quizá más que nunca. Ha tenido que ser el mejor y eso, en el tenis actual, es siempre una odisea.

Porque, como casi siempre, enfrente estaba Federer. Lleva el suizo en la cartera el carnet de mejor jugador de la historia y, sin embargo, cuando se retire, será también recordado como un perdedor. Porque en su caso se juntan las dos cosas, la faceta del hombre que ha ganado todo varias veces y la del que empequeñece ante Nadal. Un gigante con debilidades.

Al español nunca le importó que Federer fuese el rival. Le tiene el respeto reverencial que se le guarda a los maestros y el afecto que se le profesa a un compañero de viaje, pero nada más que eso. En la pista tiene las recetas para batirle. Tampoco le asusta que el público se ponga en su contra, que incluso llegue a ser malencarado con él sin motivo. Está acostumbrado a no ser el niño favorito de París, aunque se haya pasado su carrera mostrándoles lo mejor de sí mismo. Quizá por eso no le quieren, prefieren alguien más alcanzable, que sufra y tema como los demás. Nadal, a diferencia de Federer, nunca ha dado un solo argumento para ser considerado un perdedor. No le quieren, no le aplauden, pero tampoco a él le importa, su juego se impone siempre a los gritos de la multitud.

El número uno ya sólo tiene cinco jugadores por encima en la historia

El balear consiguió su décimo grande y lo recordará como uno de los más duros de su increíble historial. Es normal, ahora la diversión por jugar es menor porque la victoria se ha convertido en obligación. Las dudas se aproximaban a él y le amenazaban. Pero Nadal se ha sobrepuesto como lo hace siempre, con toda la casta, el corazón y el talento de un jugador que ha dominado a todos sus coetáneos con la fuerza de su mente. El español recordará este sexto Roland Garros como el de las remontadas.

Se ha visto por detrás, ha parecido débil, pero nunca ha llegado a serlo lo suficiente. El día en el que Isner, en primera ronda, le obligó a marchar hasta un quinto set, su mirada se tornó temerosa. Pero se repuso. Después, contra Andújar, también se vio dominado. De nuevo el pánico y de nuevo la fuerza para superar los momentos difíciles. Cuando el ruido de alrededor ya reventaba los audímetros, Nadal siguió ganando, una y otra vez, y se plantó de nuevo en la final.

Ya allí, en la Philippe Chatrier, volvió a remontar. Salió dormido a la pista y Federer, jugador agresivo donde los haya, se aprovechó de ese estado. La central parisina rugía. Quizá era el día para dar la vuelta a la tortilla y ver a Nadal perder -y a Federer ganar al español en París, una de sus asignaturas pendientes-. 0-3 arriba para el suizo, al que no le temblaba la mano. 2-5 y bolas de set, la cosa seguía mal. El parcial estaba perdido. No, claro que no, el guión con Nadal en la pista tiene siempre algún giro que cambia el escenario completamente.

Federer perdió toda la moral que había conseguido el viernes

El balear subió su nivel de saque, empezó a cruzar bolas con altura y movimiento rabioso. Buscó el revés de Federer, ese golpe de estética inmejorable pero efectividad disminuida con el tiempo, un perfil que Nadal conoce bien porque ha explorado muchas veces para conseguir la victoria. Y le remontó el set hasta el 7-5. La moral de Federer, que subió al cielo el viernes después de ganar a Djokovic, se desplomó. Rafa, en su carrera, fue primero un contestatario en el circuito, el único que le ganaba, pero, con el tiempo, ese germen problemático se ha convertido en su mayor cuita, en una patología que le lleva al bloqueo cuando le tiene delante.

La moral de Federer quedó minada para siempre. Aunque consiguiese, aprovechando un parón por la lluvia, llevar el segundo parcial hasta el tie break, después de que Nadal no supiese definir con su servicio cuando lo tenía ganado. Pero allí, en la muerte súbita, de nuevo volvió a caerse el suizo. Dos sets a cero para el número uno. El partido estaba encarri-lado. Federer ganó el tercero porque fue mejor, los nervios no existían ya, pues lo veía todo perdido. Y en el cuarto, Nadal metió una marcha más que parecía no existir. El dominio fue contundente. Después de tres sets larguísimos, el último sólo duro 36 minutos.

Tras la victoria Nadal se arrodilló, se revolcó por la arcilla, miró a su palco en el que su tío, el constructor de esa personalidad rocosa, gritaba 'vamos, vamos'. Lo ha vuelto a hacer, el campeón es campeonísimo y reclama su puesto en la historia. Sí, Federer es hoy el mejor, pero el tiempo puede hacer cambiar las cosas y que esa bola rebote al lado de la red en el que está Nadal. Cuando toque comparar, el balear siempre dirá que no puede ser peor que un contrario al que ha ganado tantas veces.

Rafa ha necesitado toda su rocosa mentalidad para repetir en París

El balear llegó a París con nervios y el número uno casi perdido. Se va con esa posición de privilegio intacta y, sobre todo, como campeón de Roland Garros. Su décimo grande, igualando así al estadounidense Tilden. Ya sólo cinco están por encima. En el siguiente escalón, con 11, le esperan dos figuras míticas: Laver y Borg. Ambos tienen algo especial para Nadal.

El australiano porque, como él, es zurdo. El sueco por ser su espejo hasta en la anécdota: Cuando Borg ganó su sexto Roland Garros tenía 25 años y un día. Nadal sumaba un día más a esa cifra.

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