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De la eterna enemistad a la rendición filial

La rivalidad de la calle lleva años lejos del césped

LADISLAO JAVIER MOÑINO

Pablo viste aún, tres años después de su traición, la camiseta equivocada. Y la culpa no es suya, sino de los que le mantienen en el club convencidos de que los asuntos de escudo son un anacronismo. El antimadridismo, la seña de identidad más característica del Atlético, se queda en los colegios, en las oficinas, en los bares y en las tribunas. Pero ya no toca el césped. No alcanza a los despachos del Calderón, tampoco a los vestuarios.

El presidente es capaz de posar con la blanca sonriente, el director deportivo negocia como si nada la cesión de un futbolista del Madrid, Simao se deja fotografiar brindando por la décima y Pablo sigue tan campante en el centro de la defensa. Eso sí, Sebas, masajista atlético, sí fue despedido por pedirle la camiseta a Casillas en la primera vuelta.

Pero no queda nadie dentro del equipo que sepa la suprema importancia que para el sentimiento atlético tiene el asalto de esta noche. No se la creen. No aceptan al Madrid como un desafío innegociable, sino como un rival superior ante al que hay disculpa para acomplejarse. Como si fuera otra Liga la de los blancos, como si el Atlético no fuera el equipo que más veces ha coronado el Bernabéu, como si Di Stéfano o Florentino no estuvieran en sus cabales cuando aseguraron que el Atlético era el verdadero rival del Madrid.

Sólo el último en llegar, Abel Resino, creció en el Calderón al calor de una consigna que nadie discutía y que durante muchas veces demostraron posible: nada es más importante que ganar al Madrid.

En el actual Madrid, tampoco hay mucha conciencia de la vieja rivalidad. La domina Raúl, que nació con ella en la sangre, aunque vestido de rayas, y por eso siempre aparece a lo grande en estas citas. O Guti. Hasta Salgado. No hay piedad. Llevan años disfrutándolos con suficiencia. Como la calle blanca, donde el “gracias” del pasado domingo suena más a coña malintencionada que a sana complicidad.

Al Madrid, ese descenso de la animadversión del vecino le ha venido bien. En los últimos años, no se ha arrugado, como tantas otras veces, porque enfrente no se encontró a un rival encendido. No hay Futres para discutir cara a cara quién es el primer equipo de Madrid.

La calle atlética no tiene temor a manifestar su antimadridismo. No es un sentimiento violento, pero sí de rechazo a todo lo que tiene que ver con los éxitos del Madrid. Mientras, el club ha dormitado de hecho y de palabra ese sentir que es una religión para la grada del Calderón. “Yo sí aprendí a ser antimadridista”, aseveró en El Tirachinas Manolo, el goleador atlético de principios de los noventa. Similar afirmación hizo el argentino Mena, que fue componente de la última plantilla capaz de imponerse en el Bernabéu. Sus palabras nada tienen que ver con las rebajas sentimentales impuestas por los actuales inquilinos del club.

Nada que ver con lo que se respira en los alrededores. Como demostró el vicesecretario general del PSOE, Pepe Blanco, durante el último derbi en un comentario de palco: “Le tengo un asco al Madrid que no lo puedo ni ver”. Las fuerzas vivas de lo políticamente correcto obligaron a Blanco a rectificar. Pero sus declaraciones son la confirmación espontánea de que el antimadridismo está en las gradas y en las aceras.

Hugo Sánchez se sorprendía ayer en Marca del “desprecio” con el que le trató la afición del Atlético. Como si pretendiera que su traicionera huida al Madrid fuera perdonable. Su mentalidad profesional no casa con la sagrada mirada sentimental de la grada. La misma que no entiende Pablo ni los que le dan palmadas de ánimo.

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