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Federer cambia el diván por el trono

Un psicólogo ayudó al suizo a centrarse para ser el más grande

GONZALO CABEZA

No nació siendo elegante, aunque sus golpes sí lo eran. El primer Roger Federer que campaba por las pistas del tenis profesional era un jugador de talento evidente, pero también irreflexivo, un poco enajenado en ocasiones y con un llamativo peinado rubio oxigenado. Federer, que había ganado Wimbledon en su última temporada de júnior, se exasperaba cuando fallaba y rompía raquetas a diestro y siniestro. 'A los 16 años, me echaban de los entrenamientos continuamente. Necesitaba ayuda para pensar diferente', reconoce el suizo sobre aquella etapa de su carrera.

Nació en Basilea (Suiza), en 1981, hijo de dos trabajadores de la empresa farmacéutica; su madre, Lynette, es de origen surafricano. Desde los ocho años empezó a jugar al tenis y, aunque en un principio, lo combinó con el fútbol, a los 12 se centró en la raqueta.

Ya siendo profesional, consiguió centrarse gracias a la ayuda de un psicólogo y unió la elegancia de su juego con la de su persona. Ahí comenzó la excelencia. Emergió en las clasificaciones y, en 2003, se encontró ante su primer gran torneo: Wimbledon. Sólo Fish fue capaz de arrebatarle una manga en todo el campeonato.

Federer se mostró poderoso, intocable para el resto, con un juego rayano a la perfección. El último día se enfrentó a Philippoussis, un enorme sacador que sólo pudo aplaudir ante el torbellino que se presentaba delante de sus ojos. Aquel 6 de julio comenzó la leyenda, la más grande con una raqueta en las manos.

El tenis buscaba un dominador. El bajón de juego de Pete Sampras había dado pie a atacar el trono del número uno. Por allí pasaron Ferrero, Hewitt o Roddick... Ninguno de ellos lo hizo para quedarse; ese puesto se reservaba para Federer. Lo consiguió poco después de ganar su segundo grande (Australia 2004) y no lo soltó hasta cuatro años después, a manos de Rafa Nadal, su mayor rival en el tenis. Ayer, después de conseguir Wimbledon, ha recuperado el puesto preferente del tenis mundial.

Esos cuatro años de reinado indiscutible, Federer se dedicó a amasar el mayor historial conocido. Todos los Wimbledon y los Abierto de Estados Unidos posibles, apenas un Abierto de Australia dejado en el camino, el del año 2005 en el que perdió un partido épico contra Safin, campeón a la postre. Se le resistía Roland Garros. Nadal no era aún un todoterreno capaz de ganar en cualquier superficie, pero ya reinaba con decisión en París.

En 2008, todo cambió. Una mononucleosis y Novak Djokovic lo tumbaron en Australia. En Roland Garros, llegó a la final, pero sólo pudo hacerle cuatro juegos a Nadal y, en Wimbledon, se le movió el trono.

El español cerraba con su talento el reinado de Federer, que ya no parecía ser el mismo. No estaba muerto: lo demostró en Nueva York al ganar su quinto título, pero era vulnerable. En Australia, ya en 2009, volvió a perder contra Nadal, que se había convertido en el centro de todas las miradas y en el indiscutible número uno.

El tenis, sin embargo, siempre da la posibilidad de revancha. Federer se casó con su novia de muchos años, la ex tenista croata Vavrinec, y ambos anunciaron el próximo nacimiento de su primer hijo. En ese estado de felicidad perso-nal, llegó la lesión de Nadal.

Su ausencia le daba la mejor opción de completar el Grand Slam y ganar en París. No la desaprovechó. Con esa victoria, sumó 14 e igualó a Sampras. Federer reclamaba, una vez más, los laureles del César. Ayer completó el círculo: recuperó su trono londinense, el número uno y se afianzó como el mejor de siempre. Luego glosó su triunfo con elegancia y humildad, como siempre hace el más grande, el mejor.

 

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