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A quién le importa una ñ si hay miedo

Nuestro enviado especial a Johannesburgo relata sus primeras horas en la ciudad. Una historia de terror

LADISLAO JAVIER MOÑINO

El blanquito europeo aterriza temeroso en Johannesburgo, imbuido por las historias de disparos callejeros y fáciles que han corrido de boca en boca desde que se supo que Suráfrica organizaría el Mundial. Se presenta en la zona de llegadas esperando encontrar pronto un cartel con su nombre que le apacigüe el revoltijo estomacal. La maraña de conductores con apellidos rotulados sobre cartones o folios es inmensa y universal; parece que el miedo es tan libre como global.

En este caso, es muy particular; no veo mi nombre por ningún sitio. Para colmo traspaso la cinta que separa el área donde los carteles son visibles de frente. Un policía me dice que no hay retorno. Así que doy un par de vueltas buscando mi apellido, previo golpeo en la espalda al chófer de turno para que se gire y me muestre su cartel.

Al fondo de la sala veo un mr Monino; a quién le importa la ñ cuando exagerada y paranoicamente está velando por su integridad. El taxista se llama Gagy. Es blanco. Como un resorte salta el consejo de que tu conductor sea negro por si pasas por barriadas conflictivas. En cualquier caso, este no es el que trabajará conmigo a diario.

El blanquito europeo abre los ojos y los sentidos para interiorizar y procesar todo cuanto ve. En el trayecto desde el aeropuerto saca su primera conclusión: el cielo es azul y la calle es negra en Johannesburgo. No se ve un rostro pálido a pie. Ni siquiera en Sandton, el área más segura de la ciudad, alcanzo a ver cuatro o cinco. Empiezan a aparecer viviendas, algunas muy lujosas, cercadas con alambradas electrificadas.

Si se aprieta el botón rojo acude al instante la seguridad privada

El blanquito europeo ya está en casa. Le recibe la señora Joyce, amable y con un ramillete de instrucciones sobre las normas de hospedaje y cómo no, de seguridad: “No es aconsejable que camine solo, ni siquiera de día y menos si lleva una bolsa o una mochila. Este es el mando para entrar en casa. El botón amarillo abre la verja de entrada y el verde el garaje. Con el azul lo cierra. Si aprieta el botón rojo acudirá la seguridad privada”. “Espero no tener que utilizarlo nunca”, le digo con media sonrisa. “Seguro que no”, me responde tranquilizándome.

El blanquito europeo escucha una vuvuzela al otro lado de la verja electrificada. Tambores de Mundial. Habrá que contarlo.

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