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Dos mundiales en un país

LADISLAO JAVIER MOÑINO

En un país con 1.500 contagios de SIDA diarios es inevitable escrutar rostros escuálidos y voces apagadas que se acercan a la ventanilla del coche a venderte cualquier cosa: banderines, gorras, camisetas de dudosa procedencia o últimos modelos de gafas Ray Ban... No sabes si le estás negando el pan a un ser humano con los días contados. Tampoco sé si hay un exceso de tremendismo en esta reflexión al otro lado de la ventanilla. O en los contactos que he tenido cara a cara, donde he percibido esos tonos de voz apagados y pausados, casi opiáceos.

La libertad de la pobreza es latente en las autovías que circundan Johannesburgo, Joburg para los nativos. Cada pocos metros aparecen cuerpos tumbados mirando a la nada, viendo la vida pasar, si es que la vida no les ha pasado a ellos ya. Algunos observan al blanquito europeo con indiferencia, puede que hasta lo ignoren. Al fin y al cabo es un animal más que tiene poco que ver con ellos; es de otro mundo, de otro ecosistema que les ha implantado un Mundial a las puertas de su casa.

El sistema no logra evitar que la miseria marque a puerta vacía

El tiempo y el espacio son crueles con la realidad surafricana. En menos de media hora, en el occidentalizado Sandton, está el exclusivo y reducido Mundial pudiente, el diseñado para el blanquito europeo. Grandes centros comerciales con todas las firmas bandera del consumo luciendo a todo escaparate. No me siento a gusto del todo. Los sentimientos son contradictorios. Me llena ver compartir mesa en un restaurante a una chica blanca con una negra. Hay que felicitarse porque una parte de la población haya alcanzado ese estatus y esa capacidad de convivencia por las que peleó Mandela. Pero me revienta el contraste de las realidades. En la plaza de Nelson Mandela de Sandton se mezclan aficionados de todos las partes del mundo. Las vuvuzelas retumban ajenas a mis pensamientos. Me parecen hasta superficiales, pero tampoco derecho a criticar la alegría de otros. Menos aún, a todos aquellos surafricanos, blancos o negros, ricos o pobres, que están disfrutando ya de un Mundial que está a punto de dar su primera patada al balón. Aunque tampoco puedo olvidar los puntapiés que da la vida en determinados rincones del mundo donde el sistema no logra evitar que la miseria marque a puerta vacía.

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