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Navarro despierta a tiempo

El escolta reacciona en el último cuarto y conduce al Barça a la remontada ante un Madrid muy mejorado

ÁNGEL LUIS MENÉNDEZ

El Madrid ha mejorado, ha subido un escalón y fue capaz de tutear al Barça, pero le falta un punto de madurez. Un ápice de serenidad y sangre fría para cerrar un partido que supo remontar y que al final dejó escapar. Los azulgrana jugarán el sábado la final de la Supercopa ante el Baskonia (18:00 H, Teledeporte).

El Barça es una máquina engrasada, en la que un par de piezas nuevas encajan con naturalidad y presteza. Saben a qué juegan desde hace tiempo y Xavi Pascual únicamente debe insistir en sus conceptos y corregir errores puntuales. Da sensación de equipo con mayúscula. Tanto, que son capaces de plantar cara al Madrid sin la colaboración de su cañonero, Navarro.

Ahora sabemos por qué ese empeño de Pablo Laso en tan insistente alabanza del papel defensivo de Pocius. El lituano, agradecido, saltó a la cancha obligado a devolverle los halagos a su entrenador con el mejor regalo. Se convirtió en la sombra de Navarro e hizo una cruz a uno de los argumentos letales del Barça.

Los blancos remontaron antes y tras el descanso, pero cayeron

Los catalanes, lejos de sentirse huérfanos, señalaron a Marcelinho, recién llegado pero con el cuentakilómetros de la experiencia trucado. El brasileño, contratado para borrar la nostalgia de Ricky, dirigió la orquesta con mano firme y maestría.

El Barça, sin prisa ni piedad, como una apisonadora, fue labrando una ventaja constante y creciente que amenazó con sentenciar el choque como en las más apabullantes victorias de los últimos años ante el más encarnizado de los rivales. Hasta que, con 12 puntos de desventaja y a dos minutos del descanso, el Madrid halló la velocidad también reclamada por su técnico.

Fueron chispazos esporádicos, fruto de tres rebotes bien cerrados y otros tantos contragolpes de esos que desvelan el sueño de Laso. Dormido el Barça, el Madrid firmó un parcial de 2-12 y, sin hacer ruido, se fue al descanso con una mínima desventaja de dos puntos. Y con el turbo rugiendo y pidiendo más madera.

Así regresaron los blancos, revolucionados. Y encorajinados, barruntando por primera vez en mucho tiempo la posibilidad cierta de dar un golpe de autoridad frente a un contrario que le tenía comida la moral. Llull, habitual rey de la excitación, se sintió a gusto en todos los frentes. Corrió, tiró de dos, de tres y contagió su vitalidad a un nuevo compañero que no necesita nada para entrar en ebullición: Pocius. El alero honró la memoria de su país, Lituania, una potencia donde el baloncesto es religión y, por tanto, no existe el miedo al balón grande.

Marcelinho acompañó a Navarro en el tramo final

El Madrid parecía encarrilado hacia la final, pero entonces apareció Navarro. Como los grandes, asumió el mando, encaró de frente el partido y decidió que si de lo que se trataba era de correr, él sería el primero. Y lo fue. Capitaneó un par de contragolpes, apretó el marcador e iluminó el camino para Marcelinho, que también se había diluido. Entre uno y otro le metieron el miedo en el cuerpo al Madrid.

Llull exhibió la peor versión de la celeridad y, al contrario de lo que sucedió tras el descanso, contagió su nerviosismo al equipo, y por ahí empezó a descoserse definitivamente el conjunto blanco.

El pulso paralizó a ambos durante dos minutos, con un 60-65 favorable al Madrid, pero de esa reflexión surgió el Navarro más sensato y comprometido, el Marcelinho más desequilibrante, y entre ambos empujaron al conjunto catalán a la gran final. El Madrid volvió a perder, pero envió un aviso serio. 

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