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Yago Lamela o el problema
de ser un ídolo

En 1999, con su mágico salto de 8,56 metros, Yago Lamela se convirtió en el gran estandarte del deporte español. Un protagonismo que no quería y que después
no supo administrar

Yago Lamela. EFE

ALFREDO VARONA

"Ahora, ya sé que en la vida se tropieza y cuesta volver a levantarse. Vista la caída, me he dado cuenta de lo alto que estaba". Fue una tarde de otoño en el INEF, donde llevaba semanas entrenando. Acababa de llegar de Avilés y le pedí una cita que no me concedió hasta que se sintió preparado. Yo trabajaba para el extinto Diario 16 y recuerdo que, en el silencio de las pistas, me llamaron la atención esos ojos apagados de Yago Lamela. Algo le pasaba que ya nunca se curó del todo. Venía de fracasar en los Juegos de Sidney. Buscaba rehabilitarse en la capital, donde se desplazaba en Metro y donde buscaba otra vida con el entrenador Juan Carlos Álvarez. Decía que había "aprendido a tener paciencia", que quería volver a ser el que había sido y, todavía con esa melena que le caracterizó siempre, no dudaba, no quería dudar, de sí mismo. Pero la realidad fue que, excepto en 2003, en esos Mundiales de París en los que fue bronce, ya no volvió a ser el que fue. Ni a saltar otra vez 8,56 como en 1999 ni a intimidar a Iván Pedroso, el mejor de todos, como en aquel Mundial de Sevilla. Entonces el estadio entero, como casi toda España, se alistaba a él, al ídolo, al estandarte.

Tenía Yago Lamela (Avilés, 1977) una clase extraordinaria que, incluso, infiltrado, le permitió llegar a la final olímpica en los Juegos de Atenas 2004. Supo moderarse en su enorme afición a comer galletas por las noches. Supo en esos pocos años que duró en la élite entrenar por encima de lo que su cuerpo podía aguantar hasta que su mente gritó 'basta'. Después, tal vez hizo lo posible por rehabilitarse.

Pero detrás de ese hombre que en medio del éxito pareció imperial y envidiable, había un escepticismo atroz. Un intento eterno por encontrar su sitio en esta vida. Se matriculó, incluso, en la universidad. Cambió demasiadas veces de entrenadores hasta el año 2006 cuando se rompió los dos tendones y ya no hubo manera de volver a escribir de sus hazañas deportivas. Aquellas que parecían para toda la vida en 1999 cuando llegaron enviados especiales de Nueva York a entrevistarle a Avilés. Allí, sin embargo, la voz de Yago Lamela apuntaba una extraña melancolía, que hacía sospechar y que no se parecía con la autoridad con la que se comportaba en las fotografías, con esa melena moderna, con esa cara de 'play boy' hasta que el tiempo se lo comió y casi lo hizo desaparecer.

Su carrera resultó muy corta, porque fue muy explosiva. Jamás volvió a afinar al "cien por cien" como aquel día en Maebashi (Japón) cuando saltó 8,56. Jamás había llegado, ni ha vuelto a llegar, un atleta español a esa cifra, que entonces convirtió a Yago Lamela en una celebridad, en un hombre anuncio, capaz de liberar telediarios y de protagonizar una vida para la que, en realidad, no estaba preparado. "Estaba acostumbrado a ser anónimo y el hecho de que la gente me parase por la calle me creaba presión y ansiedad".

El precio que pagó fue altísimo. Cuando quiso intentarlo, Yago ya jamás se levantó del todo. Fue víctima de sí mismo, de su depresión, de la propia medicación que nunca volvió a permitir escribir con libertad de él ni a marcar su número de teléfono y ni siquiera a hacerle ese memorable y merecido reportaje junto a su sucesor, Eusebio Cáceres. Se sabía, efectivamente, que algo le pasaba a Yago Lamela. Se sabía de sus ingresos en Psiquiatría, pero no se imaginaba que su vida fuese a acabar a los 36 años y de una manera tan cruel. A solas y en su propio domicilio, sin nada de lo que ayer le hizo tan grande. Una pena, una desgracia. Descanse en paz un buen chaval.

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